Dialéctica del mal


Imagen de los afiches conmemorativos del décimo asesinato de monseñor Gerardi.

«…no podemos tergiversar la historia ni debemos silenciar la verdad».

Monseñor Juan Gerardi

Jaime Barrios Peña

Desde Foucault sabemos que el poder resulta algo más que el Estado. Que incluso puede haber poderes que dentro del mismo, lleguen a superar e incluso anular al Estado. Un poder destructivo, entendido como clandestino e ilegí­timo, que se aproxima en términos morales a la dimensión clásica del mal, es decir y por oposición: ese poder que no busca el bien común sino lo contrario.

Hace diez años el salvaje y vil asesinato del obispo Juan Gerardi, conmovió al paí­s y a la comunidad internacional. Una década no ha sido suficiente para acabar con la impunidad estructural que dio origen a este oprobio, que Alfredo Balsells Tojo calificaba de execrable. Balsells en su libro «Olvido y memoria» afirma: «Solo la complicidad de los altos cí­rculos gobernantes ha logrado que se mantenga esa capa de encubrimiento a tan execrable crimen». Y no hay duda de que el dolor y la vergí¼enza, siguen circulando en la corriente sanguí­nea del pueblo guatemalteco, que guarda la muerte de monseñor Gerardi como un dolor irreversible. En este caso recurrimos a las ideas de pensadores como Lacan o Deleuze, que afirman que la falta primordial del ser humano puede ser también la causa de su acción destructiva y perversa. Esto quiere decir que el asesino no sólo destruye al prójimo sino además compensa sus faltas primordiales. Se trata de una sociopatí­a paranoica, ordenada bajo la lógica de la destrucción. O sea: patologí­a al servicio del sistema de la desigualdad económica y la exclusión social.

Después de leer la biografí­a novelada «En la Mirilla del Jaguar», escrito por la polifacética Margarita Carrera, no se puede menos que pronunciar por todos los medios, el nombre mártir de monseñor Juan Gerardi Conedera. Margarita Carrera nos lleva, casi de la mano, a través de la vida y la obra del mártir. Esta lectura nos confirma la necesidad de rechazar siempre la ignominia. Un deber ser que conlleva no sólo al rechazo a la barbarie sino a la exigencia histórica de la verdad. En este caso, el olvido a ultranza resulta una forma perversa de la dominación oligarca. O la mentira local que recubre la infamia total.

El libro de Margarita Carrera, escrito de manera directa y amena, con el cuidado de no perder ningún importante detalle para entender a cabalidad su muerte, organizada y preparada por los poderes ocultos que generan la dialéctica del mal, nos deja marcas imborrables de un suceso que no puede ser pasado por alto. Resulta un deber ser sin condiciones, continuar el sentido de la obra de este gran guatemalteco, sacrificado por las fuerzas más reaccionarias e impiedosas que la conciencia civilizada pueda representarse.

Monseñor Gerardi fue, y será recordado así­, un ser excepcional; alguien que uní­a la modestia con la valentí­a, el conocimiento con el afán de servicio. Hombre de una callada y sólida fuerza mental, que lo elevó a niveles extraordinarios de entrega y bondad. Su misión no se amparaba en túnicas purpúreas ni en coronas de oro. Humildemente se acercaba a los feligreses más necesitados. Y más que hablar sabí­a escuchar e interpretar.

Con ese compromiso del que vino al mundo bajo el amparo de la sinceridad y de la bondad, respondí­a a las preguntas sin rodeos ni superficialidades. Tuve el privilegio de conocerlo y de compartir en la mesa con él. Una cena inolvidable donde demostró sus enormes cualidades reflexivas, de las que hací­a uso sin caer en una retórica prepotente ni en galimatí­as ripiosas.

Considero que Juan Gerardi, ha contribuido a un cristianismo que revierte nuevamente en su origen: el servir al humano a través de lo que el filósofo Teilhard de Chardin llamaba el proceso de alfa y omega, o sea el comienzo y el fin en la idea de Cristo. Tal vez una vuelta a las raí­ces del origen humano, en lo que el teólogo medieval franciscano San Buenaventura (Bonaventure de Bagnoregio) entendí­a como dimensión de sabidurí­a y conocimiento del amor. Es decir, y en términos tomasianos y aristotélicos: la ontologí­a superior de la humanidad en la dialéctica de la potencia y el acto.

Paul Ricceur, con su acostumbrada lucidez, nos advertí­a en el siglo pasado sobre la necesidad de la esperanza. Y anunciaba proyectivamente, el inevitable triunfo histórico del bien. Afirmaba el filósofo francés: «Estamos agobiados por los discursos, por las polémicas. En la actualidad hay como una zona opaca, pero hay también una certeza muy solvente de que la bondad es más profunda que el mal más profundo». Y por qué no creerle a Ricceur, si toda la experiencia filosófica desde épocas inmemoriales se ha basado de un argumento esencial de partida: la bondad intrí­nseca del ser humano. Aún el pesimismo de Rousseau, endilgaba la maldad humana a esferas objetivas: «El hombre nace bueno, la sociedad lo corrompe».

De todo lo anterior, concluimos en que resulta un imperativo moral para todo intelectual, artista, trabajador de la cultura o profesional guatemaltecos, no olvidar este proceso de Gerardi y contribuir a desmontar las estructuras del aparato clandestino que permite la supervivencia de poderes ilegí­timos y bastardos, que generan la violencia destructiva en aras de mantener estructuras insostenibles a la larga, por sus contenidos sociales, económicos y culturales de asimetrí­a, explotación en un alto grado de irracionalidad. La dialéctica del mal solo puede tener apólogos legales en mentes distorsionadas por la falsa conciencia de un neoliberalismo autoritario y antidemocrático. O por el corifeo de la caverna más ignorante y atrevida (en su ignorancia). La verdad devela el rostro inmundo de la impunidad. Y en esto somos categóricos: si la palabra es nuestra, debemos usarla para exigir justicia.

Todo acto deviene de la voluntad y la potencia que hace posible a la acción, en un marco histórico volitivo. Gerardi es albedrí­o condicionado a la razón del bien y manifestado en su praxis (acto/potencia). Discursivamente y en sus propias palabras: «La verdad es la palabra primera, la acción seria y madura que nos posibilita romper ese ciclo de violencia y muerte y abrirnos a un futuro de esperanza y luz para todos».