Deuteronomio


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Deuteronomio –así­ le pusieron sus padres porque nadie más se llamaba así­, porque sonaba bonito y porque lo habí­an oí­do en la iglesia nueva que acaba de asentarse en el pueblo–. Fue un niño como cualquier otro del área rural, es decir, jugaba en el campo cuando podí­a, más con la imaginación que con otra cosa; trabajaba duramente con su padre y hermanos sembrando maí­z y otros granos; comí­a frijol, tortilla y yerbas; tomaba café y en alguna ocasión se zampó los fonditos de los octavos  que se chupaba su papá. No fue a la escuela como muchos. Pero el don de la ferreterí­a donde trabajó después le enseño vagamente a leer y escribir y a sacar las cuentas bien claras.

Claudia Navas Dangel
cnavasdangel@yahoo.es

 


Con eso y la experiencia que la vida le habí­a dado, Deuteronomio llegó a muchacho, enamoradizo como él solo y en una de tantas embarazó a Catalina y se fueron a vivir juntos. Sí­, pero no revueltos. í‰l no querí­a llevarla a su casa y que sus hermanos vieran lo que hací­an por las noches como solí­a mirar él a sus papás.
Así­ que con la ayuda de su patrón, el mismo que le enseñó a leer y escribir, se consiguió un lugar para vivir con su mujer y tener a su hijo. Decidió también que su retoño, a quien llamó por supuesto Deuteronomio, también debí­a de ir a la escuela y aprender todo eso que él oí­a en la radio que existí­a.
Mientras Deuteronomio hijo dormí­a al lado de su madre, Deuteronomio padre pensaba, soñaba más bien, que tal vez el patojo llegarí­a a ser alcalde. No, mejor no, esos son bien mafiosos. Pero tal vez sí­ maestro en la escuela o de los que curan, esos con batas bien blancas. Las ideas lo desvelaban.
Una de tantas noches, ya pestañando, ya emitiendo ronquidos, los retumbos lo despertaron. Catalina brincó en el catre y Deuteronomio hijo empezó a llorar.
La puerta del cuarto se abrió de sopetón y unos soldados empuñando rifles les dijeron que salieran. Afuera estaba oscuro. A las mujeres las pusieron aparte.
Una ráfaga de balazos se perdió entre gritos y la negrura de la noche. Cuando el sol empezaba a asomarse, Deuteronomio gimió. A rastras miró alrededor: puros muertos…
A Catalina y su hijo no volvió a verlos nunca.