Yo detesto al presidente ílvaro Colom. Lo detesto con energía de sísmica placa tectónica. Con explosiva fuerza volcánica. Con ímpetu ciclónico. Con furia de tormenta tropical. Con cólera de ciudadano gobernado por la estulticia. Y si, en un mundo imaginario, hubiera podido decidir sobre nacer o no nacer, y se me hubiese advertido que mi país sería gobernado por ílvaro Colom, entonces, sin vacilación alguna, habría decidido no nacer.
Empero, ya que no hubo tal ansiado mundo imaginario, he tenido que resignarme a sufrir la absurda vergí¼enza de ser gobernado por ílvaro Colom. Y por lo menos, como si se me otorgara un modestísimo premio por esa resignación, puedo detestarlo. Y si detestarlo provoca placer, aunque sea consolatorio placer, ese placer es ilimitado. Y si esa ilimitación es un privilegio que alguna divinidad me ha concedido, esa divinidad ha sido excesivamente generosa, aunque yo hubiese preferido otro motivo de tanta generosidad. Empero, ¿por qué detesto al presidente ílvaro Colom?
Lo detesto porque, con magnífica ineptitud, y espléndida negligencia, y descomunal irresponsabilidad, no ha cumplido la función propia del Presidente de la República, que la Constitución Política manda cumplir. Es la función de procurar seguridad pública y, principalmente, sensata seguridad de no ser asesinado. Y finge interés por la seguridad pública. Lo finge porque pide miles de millones de quetzales para seguridad y justicia; pero despoja de cientos de millones de quetzales a las fuerzas policiales.
Lo detesto porque miles de ciudadanos que no hubieran sido asesinados si hubiera tenido por lo menos un mísero interés en procurar seguridad pública, han sido asesinados. Y sobre la tumba de cada uno de ellos se erige una cruz que lo denuncia y lo acusa. Y todas las cruces exigen sentencia condenatoria; y demandan un castigo que, si fuera el más justo, tendría que ser un infernal castigo ultraterrenal, ansioso de infatigable eternidad.
Lo detesto porque, precisamente por su magnífica ineptitud, espléndida negligencia y descomunal irresponsabilidad, ha multiplicado la viudez y la orfandad. Y ha enriquecido pavorosamente el número de dolientes padres, hijos y hermanos de aquellos que, con permiso presidencial, han sido asesinados. Y en esos padres, hijos y hermanos ha suscitado lágrimas suficientes para inundar el territorio patrio. Y ha provocado la prosperidad de las empresas funerarias y la superpoblación de los cementerios. Y ha propiciado, con éxito terrorífico, la transformación del Estado de Guatemala en un ominoso imperio del asesinato, el secuestro y el robo. Y la bandera de Guatemala se ha teñido con la sangre de inocentes mártires de la oficialmente permitida criminalidad.
Lo detesto porque intenta salvar la vida de quienes han sido sentenciados a la pena de muerte por cometer crímenes tan espantosos que merecen una pena peor que la muerte. Lo detesto porque su gobierno ha consistido en preparar la próxima campaña electoral del partido oficial, con cuantiosos recursos públicos; y con aquellos mismos recursos públicos ha sobornado y corrompido a los pobres para comprometerlos a votar en favor del partido oficial. Lo detesto porque ha sido el más grande malefactor de mi patria durante los últimos tres años.
Post scriptum. No me es suficiente detestar al presidente Colom. Ansío destituirlo; y sacrificaría mi vida por someterlo a proceso judicial penal y condenarlo, con sufrida generosidad, a perpetua prisión.