Despojo y destrucción de los recursos naturales (2 de 2)


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Por cuestiones vinculadas con las características negativas del modelo, potenciado cada vez más por razones de índole histórica –la memoria larga del saqueo colonial–, la megaminería metalífera a cielo abierto se convirtió en la actividad extractiva más cuestionada por las poblaciones latinoamericanas.

Roberto Arias


No obstante, lejos estamos de asistir a una oposición contra todo tipo de minería. Las poblaciones, se trate de comunidades campesino-indígenas o de asambleas de vecinos, multiétnicas y policlasistas, en pequeñas y medianas localidades, se oponen a un modelo de minería metalífera: el sistema de explotación minera a cielo o tajo abierto (open pit). Dicho sistema, hoy generalizado frente al progresivo agotamiento a nivel mundial de los metales en vetas de alta ley, utiliza técnicas de procesamiento por lixiviación o flotación, esto es, sustancias químicas contaminantes, y requiere de enormes cantidades de agua y energía, por eso las comunidades  en Guatemala corren el peligro de quedarse sin agua en poco tiempo.

Hay que tener en cuenta que, debido a la aplicación de dichas tecnologías, América Latina es una de las regiones que tiene las reservas minerales más grandes del mundo, lo cual explica que, en 2011, haya concentrado el 25% de la inversión mundial en exploración minera. Ahora bien, el cuestionamiento a la megaminería no se refiere exclusivamente al uso de tecnologías lesivas en relación al ambiente.

Uno de los rasgos principales de este tipo de minería es la gran escala de los emprendimientos, lo cual nos advierte sobre las grandes inversiones de capital que exige (se trata de actividades capital-intensivas, antes que trabajo-intensivas), el carácter de los actores involucrados (grandes corporaciones transnacionales, que controlan la cadena a nivel global), así como de los mayores impactos y riesgos –sanitarios, ambientales, sociales, económicos– que dichos emprendimientos conllevan.

Asimismo, otra de las consecuencias es la consolidación de economías de enclave (Una extranjera dentro de la nacional), visible en los escasos encadenamientos productivos internos y la fuerte fragmentación social y regional, lo cual termina configurando espacios socioproductivos dependientes del mercado internacional y de la volatilidad de sus precios.

Es entonces esta combinación de aspectos –máxima expresión del despojo económico y destrucción ambiental–, lo que convierte a la megaminería en una suerte de figura extrema, símbolo del extractivismo depredatorio.

A esto hay que sumar el establecimiento de “áreas de sacrificio”, con lo cual los territorios intervenidos aparecen como “socialmente vaciables” y desechables, en función de la rentabilidad y la mercantilización, lo cual posteriormente repercute y tiene efectos visibles sobre los mismos cuerpos. En consecuencia, la minería metalífera a gran escala es muy cuestionada, no por falta de cultura productiva o simple demonización de la actividad, sino porque las poblaciones comprenden que ésta constituye una síntesis acabada del mal desarrollo, que pone en riesgo la vida presente y futura de las poblaciones y los ecosistemas.

Por esa razón, en Guatemala el capital salvaje mantiene al pueblo en proceso de transformación de la conciencia, por medio del bombardeo de mensajes alienantes, vía medios de comunicación, que en lugar de hacerlo prosperar lo degrada dentro de su propio atraso. Otto Pérez “agarró la onda” y todo sigue peor.