Desde los campos de la música de Dvorák


celso

Este sábado continuamos con este famoso compositor checoslovaco y como un homenaje a Casiopea dorada, la inextinguible y sideral amapolita de trigo en campo de luceros. Decí­amos en el artí­culo anterior que el posadero-carnicero (padre de Antoní­n Dvorák) era difí­cil de convencer, y fue necesario que el tí­o materno de Antón garantizase su sustento financiero durante los años de estudio.

Celso A. Lara Figueroa
Del Collegium Musicum de Caracas, Venezuela

 


Finalmente, se decidió que el joven serí­a organista, es decir, un profesional serio de la música, y que a este fin irí­a a estudiar a la Escuela de í“rgano de Praga, notable fundación de impronta alemana.  En 1857, Dvorák se estableció en la capital y se inscribió en la Escuela Organista.  Tuvo allí­ profesores de diferentes materias, todos bohemios, incluido el maestro de composición, Joseg Krejcí­, que habí­a recogido la sucesión del director alemán de la escuela, desapareciendo de forma imprevista. 

Naturalmente basados en los clásicos, y de ellos estaban rigurosamente excluidos los autores y las composiciones de los contemporáneos, especialmente de Wagner, considerado un auténtico corruptor del gusto musical.

Esto bastó para que el joven Antón se dedicase a tí­tulo privado al estudio de la música wagneriana, que le dejó profundamente sugestionado.  Los gastos para mantener los estudios de Antón resultaron estar por encima de las posibilidades de su tí­o, lo que hizo que Antón hiciera valer sus “cualidades prácticas” (así­ eran calificadas en los registros de la escuela, por contraste con los “conocimientos teóricos”, juzgados más bien escasos); en otras palabras, explotó sus facultades de violinista pasando a formar parte de la orquesta de la Sociedad de Santa Cecilia, que daba conciertos estivales en la isla de Santa Sofí­a, situada en medio del Moldava.

Otro puesto de violinista o de violista fue el que obtuvo en el conjunto dirigido por Karen Komsák, que se exhibí­a en los restaurantes y en las salas de baile de la ciudad, pero que era perfectamente idóneo para afrontar también la música clásico-romántica.  En efecto, del conjunto de Komsák nació la orquesta del Teatro Nacional Checo de la que formó parte Dvorák como intérprete de las obras de Smetana bajo la dirección de su autor.
   
Finalmente, para redondear las ganancias, Antón se puso a enseñar y a componer algunas piezas bailables, especialmente polcas. Así­ llegó Dvorák a los veinte años, precisamente en el momento en que Smetana, de regreso de su estancia en Suecia, daba ví­a libre al nacimiento del espí­ritu nacional de la música bohemia.
 
Dvorák asistió al nuevo fervor de la vida musical de Praga desde una posición privilegiada, pero su contribución se limitó a la actividad de violinista en la orquesta del teatro.  Estaba demasiado vinculado a sus orí­genes campesinos y era muy poco intelectual para darse cuenta de que la música bohemia se desvinculaba, gracias a Smetana, de la germanización dominante.

Las primeras composiciones

 La acción de Smetana, que en 1866 fue nombrado director del Teatro Provisional, no tuvo unos seguidores válidos en el plano artí­stico.  Aparte de sus obras, no hubo otras de relieve.  Frantis?k Skroup (1801-1862), Karel Å ebor (1843-1903) y Karen Bendl (1838-1897) intentaron al camino de la ópera de tema nacionalista, por ejemplo, con Los templarios en Moravia o Lejla, sin gran éxito.  En cambio, las óperas de Wagner ganaban muchas simpatí­as, coronadas por la representación de Los maestros cantores de N?rnberg, en 1871, en el Teatro Alemán.  De este modo se replanteaba, por otro camino, un influjo procedente del exterior y, como de costumbre, de origen alemán.  Paradójicamente, la sugestión wagneriana habí­a sido precedida y preparada por Liszt, que, con sus giras de conciertos, habí­a difundido por toda Europa la “música del futuro” y habí­a provocado el nacimiento del espí­ritu nacional entre los músicos de diferentes paí­ses, desde Bohemia a Hungrí­a y a Rusia.  Sin embargo, el proceso de autonomí­a artí­stica, ya iniciado, no se detuvo, pese a que algunos de los músicos sufrieron la influencia de Wagner.

Durante el siglo XIX se rompió definitivamente la unidad del lenguaje musical europeo en una serie de filones que se influí­an recí­procamente, pese a estar perfectamente diferenciados.  El wagneriano tuvo gran relieve, aunque no fue el único.
   
Dvorák no escapó a la sugestión wagneriana, pese a verse templada por otros dos elementos: el canto popular, que habí­a asimilado durante su infancia, y el culto a la literatura musical clásico-romántica, inculcado por las escuelas musicales tradicionales.  Por este motivo, los primeros ensayos de composición fueron bastante inciertos y estuvieron influidos por tendencias contradictorias.

No obedece al azar que el autor destruyera o dejara de lado una buena parte de  su producción juvenil (incluidas sus primeras cinco Sinfoní­as), dando con ello prueba de dos cualidades: notable fecundidad y autocrí­tica bastante severa.  Sus primeras composiciones fueron de música de cámara, y resulta sintomático que, entre el teatro lí­rico cultivado por Smetana y el sinfonismo progresista de Liszt y Berlioz (caracterizado por el “poema sinfónico”).

Dvorák hubiese elegido el conjunto de cuatro o cinco arcos, a veces con intervención del piano, que reconducí­a a las formas clásicas adoptadas por Haydn y Mozart y no solo por Beethoven, y fielmente cultivadas por los románticos, por ejemplo Schubert, Schumann, Mendelssohn.  En esta misma ví­a se habí­a situado, aproximadamente por esos mismos años, Johannes Brahms, que posteriormente se convertirí­a en amigo y protector de Dvorák.

Entre las primeras composiciones de Dvorak figuran el Quinteto en La menor, op. 1., para cuerdas (1861) y otros trabajos de cámara que fueron destruidos, entre ellos un par de Cuartetos y un Quinteto con clarinete.  También pertenecen a este perí­odo algunas composiciones orquestales de relieve, rechazadas igualmente: dos Oberturas, un Concierto para violoncello (no el célebre compuesto años después) y dos Sinfoní­as