Elaine da Silva Moraes se desplaza entre montañas de telas, espuma de goma y plumas que minutos antes eran parte vital de los deslumbrantes desfiles del Carnaval de Río de Janeiro.
Los trajes usados por las escuelas que desfilaron por el Sambódromo le dieron al carnaval fama mundial. Pero tienen una existencia corta. Y muchos de los miles de miembros de las escuelas se deshacen de sus trajes apenas concluida la fiesta, dejándolos tirados en la calle junto a latas de cerveza, botellas de agua y otros desperdicios.
Es entonces que entran en acción Moraes y cientos de «catadores» como ella para quienes el carnaval es una bonanza anual. Luciendo una prenda confeccionada con varios trajes que rescató, Moraes llenó varias bolsas de plástico con sus tesoros: plumas, sostenes, arreglos para la cabeza y costosas telas que revende o usa ella misma para crear prendas.
Los catadores, entre los que figuran niños pequeños, trabajan rápidamente, adelantándose a los recolectores de basura de la municipalidad que limpian las calles y tiran todo en camiones compactadores.
«Piensan que estamos locos», dijo Moraes, apuntando con una espada de plástico a sudorosas personas que salen del Sambódromo, se sacan sus disfraces y los tiran en la calle. «Están tirando dinero. Yo jamás tiraría el dinero como lo hacen ellos».
Las 12 principales escuelas de samba invierten cada una al menos 3 millones de dólares en sus rimbombantes carrozas y sus disfraces. Costean esos gastos con dinero del estado y de la municipalidad, los derechos de televisación y las ventas de entradas, sin contar los patrocinadores privados. El diario O Dia calculó recientemente que en total las escuelas invirtieron unos 42 millones de dólares este año.
Las escuelas generalmente suministran los trajes a los miembros que vienen de barrios pobres, pero los turistas tienen derecho a participar en el desfile comprando su propio traje, con un costo de cientos de dólares, lo que les permite recaudar más dinero.
Durante el carnaval Moraes y dos de sus cuatro hijos duermen afuera del Sambódromo y llenan decenas de bolsas de basura con desperdicios. Le paga a un camionero el equivalente a 50 dólares para que las lleve a su barrio en el empobrecido suburbio de Duque de Caixas. Durante el resto del año vende lo que recogió a escuelas pequeñas de todo Brasil y reacondicionando disfraces a ser usados en fiestas y feriados.
José Luiz de Jesús, por su parte, recoge cosas para usar él mismo.
Es un trapecista de 42 años que ofrece espectáculos en las calles de Salvador, ciudad colonial 1.200 kilómetros (750 millas) al noreste de Río. Desde hace cinco años viaja anualmente más de 24 horas en autobús a Río en la época del carnaval para buscar prendas extravagantes que pueda aprovechar en su show.
«Tengo un armario lleno de prendas maravillosas que encuentro aquí», expresó de Jesús, agregando que esos atuendos lo han convertido en una pequeña celebridad en su ciudad natal. «Tengo tantos que mi ropero parece el de una estrella de cine».
Sus hallazgos preferidos de este año fueron un traje de mono peludo y afelpado, un traje de licra de leopardo con franjas verdes y amarillas –los colores de la bandera brasileña– y uno de langosta con pinzas y una antena de espuma de goma.
La veta ecologista de los catadores está prendiendo entre las propias escuelas de samba.
Directivos de Unidos da Tijuca, que coronó el desfile de este año con una presentación alusiva a una carrera de autos en la madrugada del martes, dicen que el 25% de los materiales usados son reciclados. Botellas de plástico, latas de cerveza y retazos de telas pasan a formar parte de las carrozas, en tanto que las pieles de avestruz de aspecto psicodélico que se usan en los desfiles son las mismas que se emplearon en el pasado.
Mirando de reojo en busca de policías o guardias, Efigenia Beta Silva, de 70 años, sacó unas tijeras de un bolso que colgaba de su cuello y comenzó a sacar plumas de un gigantesco tocado.
«No permiten que una traiga tijeras porque pueden ser usadas como un puñal», explicó la mujer, una jubilada que trabajó en una guardería infantil, mientras guardaba las plumas en una bolsa de plástico. «Pero la verdad es que le estamos haciendo un favor al mundo al venir y rescatar estas cosas tan lindas de la basura».
«Me desconsuela ver que todas estas cosas hechas con tanto amor, tanto esfuerzo y que tomaron tanto tiempo van a parar a la basura», añadió.