Impresiona la mala imagen que tiene el Congreso de la República y la cantidad de gente que se encampana con la posibilidad de una depuración que permita salir de varios de los diputados. Sin entrar a análisis profundos, la gente piensa que sería un acierto realizar un proceso de depuración simple y sencillamente porque la opinión pública está hasta la coronilla del comportamiento de sus “representantes”, pero si entendemos bien el origen del problema tendríamos que entender que depurar por depurar no resuelve el problema porque el mismo tiene una profunda raíz estructural por la forma en que fueron electos estos diputados y por la forma en que serían electos sus sustitutos.
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En otras palabras, no basta con depurar sino que es indispensable forzar a una profunda reforma del sistema electoral y especialmente poniendo atención al tema del financiamiento de los partidos políticos, puesto que si se concreta una acción para cambiar a los diputados, que no me cabe la menor duda que sería aplaudida masivamente por la opinión pública, tendríamos que proceder a una nueva elección en la que los mismos partidos propondrían sus candidatos con las mismas reglas de juego que se usaron en las últimas elecciones y eso significa que el resultado sería idéntico. Cambiarían algunos nombres y posiblemente tendríamos en vez de un diputado que le gusta que le cocine su chef a dos o tres de esos, pero en todo lo demás no habría cambio significativo.
El tema de fondo es que nuestro modelo político está agotado porque no funciona como una efectiva democracia en la que el elector es el mandante y el electo el mandatario que tiene obligación de cumplir con un mandato. Para empezar, no existe una clara línea que defina las representaciones y por ello nuestros diputados se representan a sí mismos, a quienes les financiaron sus campañas y, mientras les conviene, a sus partidos políticos, porque ya está visto que en este último caso la lealtad perdura únicamente mientras persiste la esperanza de ser reelectos y a la menor sombra de duda todos hacen bártulos para emigrar a otras formaciones politiqueras que andan a la caza de activistas para que hagan campaña en los diferentes distritos electorales.
No pretendo decir que no hay que depurar y que nos tenemos que resignar a tener el tipo de Congreso que tenemos, sino que mi intención es hacer ver que la depuración tiene que ser en realidad profunda y para ello es indispensable que se modifiquen las reglas de juego. Ya tuvimos la experiencia de una depuración que no sirvió para nada y que terminó siendo una medicina peor que la enfermedad cuando tras el serranazo, Ramiro de León Carpio procedió a la reforma constitucional que hizo viable la mal llamada depuración. Depurar es, básicamente, limpiar algo y eso no se logró con aquel experimento ni se lograría ahora con uno similar. Para purificar nuestro sistema político es indispensable someterlo a una profunda revisión porque tal y como están las cosas, está visto que cada elección nos lleva peores elementos que los anteriores y no hay razón lógica ni valedera para suponer que tras una depuración se vaya a romper esa tendencia. Por el contrario, ya estarán agazapados y listos los sustitutos que vendrán, como pasa cada cuatro años, corregidos y aumentados para generar una nueva frustración en un pueblo que no ve salida a esa cooptación que de las instituciones democráticas han hecho los poderes ocultos o fácticos que tienen secuestrada la institucionalidad para que sirva únicamente a sus propios intereses mediante la más burda y generalizada corrupción.
No basta, pues, con tener nuevos diputados. Lo que urge es tener buenos diputados y esos no llegarán si nos ponemos a jugar sillas musicales.