Sandra Torres, fracasada candidata presidencial del partido oficial, ha pretendido ser la única persona en quien los pobres pueden tener la esperanza de ser redimidos; la única que tiene interés en que los pobres opten a una mejor calidad de vida; la única que tiene el poder de brindar esa opción; y la única en cuyas promesas de salvación los pobres pueden confiar. Ha pretendido ser la diosa de los pobres, la mesías redentora de ellos, la luz vivificante que ha de iluminar la trágica oscuridad de la miseria, y la fantástica heroína que puede derrotar a la pobreza y fundar un reino insospechado de maravillosa riqueza popular.
Sandra Torres ha pretendido que los pobres que estaban dispuestos a constituir terribles legiones guerreras que defenderían su candidatura presidencial, se abstuvieron de defenderla, no porque hubieran abandonado a su diosa, a su mesías, a su luz vivificante y a su heroína, sino porque, dispuesta a sufrir sacrificios, como el de divorciarse para “casarse†con la patria, prefería ser mártir; mártir de la justicia, del derecho y de la ley; mártir de los pobres; mártir doliente de la doliente patria. Y ha pretendido también que los pobres han lamentado con llanto torrencial que ella no sea candidata presidencial; ha pretendido que los pobres la han bendecido, la han santificado, la han venerado, le han erigido altares, le han rezado, y esperan de ella actos milagrosos u obras prodigiosas que, con perplejidad, la historia evocará como si fueran fabulosos acontecimientos cósmicos.
Más recientemente ha pretendido que los ciudadanos que habrían votado por ella si hubiera sido candidata presidencial, destruyan, en el día de la votación, la papeleta electoral presidencial, para que ninguno de los candidatos presidenciales sea electo. Es una pretensión absurda, porque quizá habrían votado por ella no más de 12% de electores, quienes, entonces, en el supuesto de que hubieran acatado su vengativo mandato, destruirían no más de 12% de las papeletas. Esa pretensión revela otra pretensión: sólo ella tenía que ser el próximo Presidente de la República; y si ella no pudo serlo, nadie más debe serlo. También ha pretendido evitar que el Congreso de la República decrete una ley que “institucionalice†los programas “sociales†con los cuales ella repartía, entre los pobres, dinero del tesoro público, o bienes adquiridos con ese dinero. Ha pretendido, entonces, que esos programas sólo puedan ser programas de ella.
Conjeturo que únicamente quien haya ganado un concurso universal de suprema estupidez; o haya obtenido, “summa cum laudeâ€, un grado académico de imbecilidad, en la mejor universidad del planeta; o haya obtenido el primer premio en un certamen mundial de cretinismo; o sea genéticamente incapaz de producir algún levísimo destello de inteligencia; o sufra una devastadora aniquilación de todas las facultades cognoscitivas propias del ser humano, puede conferirle alguna infinitésima validez a las pretensiones de Sandra Torres. Son pretensiones engendradas por un delirio demencial, del cual tiene que ocuparse una nueva disciplina psiquiátrica, que puede denominarse “psiquiatría teratológicaâ€, o estudio de las monstruosidades psíquicas.
Post scriptum. Sandra Torres ha tenido importancia política sólo por el poder que le ha transferido el presidente ílvaro Colom. Ese poder se extinguirá pronto; y el delirio demencial de ella quizá sea sustituido por la obligada contemplación de su merecida decadencia política. Es decadencia que puede comenzar en su propio partido.