Todo en la vida pasa por momentos de prosperidad y decadencia. Para botón de muestra tenemos el caso del ferrocarril. Inicialmente propiedad de empresa foránea, y en años posteriores conformó un haber estatal, bajo el nombre cuyas siglas conocidas responden a Fegua; más adelante dado en concesión extrajera.
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Muchos somos testigos auténticos de ser una época floreciente durante la denominación de IRCA por sus siglas de inglés). Cuando hubo un monopolio en el transporte pesado las cosas caminaron a buen ritmo. Sin embargo, tiempo más adelante concesionado a otra empresa o capital no nacional.
Su perfil ahora permanece en un impase ya largo, sin vislumbrase la salida propicia y beneficiosa. Pero de aquellas etapas significativas hoy todo consiste en un museo. Instalado donde operaron sus oficinas principales y la estación Central, en concreto frente a la mejorada Plaza Barrios, en la zona central.
El museo en mención reúne las condiciones específicas destinadas a exhibir al visitante en general sus pasadas glorias, base de sustentación evocadora. Constituye un núcleo que atrae el interés colectivo por el conocimiento del pasado. Finalidad utilitaria y necesaria en términos de empaparse del ayer patrio.
Allí el público encuentra un conjunto de maquinaria antigua, vagones, fotografías y boletaje de antes. En resumidas cuentas, que no del gran capitán, una manera metodológica y sobre todo didáctica de brindar momentos de nuestra historia e identidad nacional, indispensable para acrecentar la cultura guatemalteca.
El ferrocarril, conformante de un especial medio de transporte se recuerda de parte de varias generaciones del presente, urgidas del saber pretérito. Con sus ramales poderosos de intenso tráfico rodante sobre rieles, tanto como los denominados ramales del Norte y del Sur, respectivamente.
Generador de vida comercial, para uso del transporte de pasajeros y de carga pesada, en jornadas diurna y nocturna. Inclusive en beneficio de la economía informal, tan antigua como la costumbre de fiar. No faltaban personajes pintorescos, entre ellos las vendedoras de alimentos con el pregón de «care torta; care pollo».
Estaciones reminiscentes aún perduran con vivacidad: La Ermita, Central, Pamplona, etcétera, dibujadas en la memoria antigua. Los mozos de cordel y dueños de carretas no daban abasto a la carga consistente en valijas, cajas, cajones y bultos, de manos de los pasajeros, ávidos de adentrarse en el movimiento citadino.
La sonoridad y traqueteo, a veces halando el tren por dos locomotoras de larga fila de vagones, calificados de primera y de segunda, perdura en las remembranzas. Surcaron el ambiente de la capital mucho más pequeña, alegrando el caer de la tarde propiamente, o en horas nocturnales de grata recordación.
Esos recuerdos de la patojada de entonces, hoy adultos mayores, relatan con dejo de tristeza sus aventuras con el ferrocarril. Por ejemplo, colgarse en volandas de las plataformas en marcha, desde la Ermita hasta la estación Central, puso a prueba un montón de apuestas de la pubertad y adolescencia.
En la actualidad se desconoce cuál será la decisión final acerca del destino del tren o ferrocarril. Forma parte, no cabe la menor duda, del patrimonio nacional, a la espera y aguarda de quién sabe cuánto tiempo más. ¿Será acaso también un diferendo instalado en el olvido? A ver qué pasa.