Recientemente decidí modernizarme. Quería sentirme profundamente modernizado. Actual. Actualísimo. Tan contemporáneo como el último instante del tiempo presente, o como el primer instante del tiempo futuro, y jamás como el lejano instante de un perdido tiempo pasado o de un incierto tiempo futuro.
Comencé por ser un intransigente ciudadano “incluyente”. Mi primera actividad consistió en fundar un partido político, el cual estuvo constituido por esta proporción étnica de ciudadanos: 25% mayas, 25% garífunas, 25% xincas, y 25% ladinos. El candidato presidencial del partido debía ser “incluyente”; por ejemplo, debía tener una mezcla genética equitativa de las cuatro etnias; pero si tal mezcla era imposible, el candidato debía pertenecer a la etnia mayoritaria del país, y su padre debía pertenecer a una etnia minoritaria, y su madre, a otra etnia minoritaria.
Proseguí con ser “ambientalista”; pero “ambientalista completo”, y no incompleto o “medio ambientalista”. Mi primera actividad consistió en proteger el delicioso ambiente bucólico que había en torno a mi casa. Nadie tenía que alterar ese ambiente; y entonces prohibí, por ejemplo, cortar pétalos de flores, construir senderos, estropear ramas arbóreas, matar ratas o cucarachas, bañarse en el río, cocer productos vegetales alimenticios, labrar la tierra y cocinar con energía eléctrica. Sólo la Naturaleza misma, con terribles huracanes, lluvias tormentosas o sismos catastróficos, podía alterar aquel ambiente; pero jamás un ser humano.
Pronto me convertí en “conservacionista”. Mi primera actividad fue “conservar” seres vegetales o animales que podían extinguirse. Por ejemplo, supe que había una variedad de pato que se extinguía, y conseguí un pato de esa variedad, precisamente para conservarlo. Cuando el pato murió, proseguí mi obra conservadora: lo disequé.
El “ambientalismo” y el “conservacionismo” me volvieron “ecologista”. Decidí, entonces, contribuir a mantener el equilibrio de los “sistemas ecológicos”. Mi primera actividad fue abstenerme de matar moscas y zancudos, porque podía alterar aquel precioso equilibrio. Sólo la Naturaleza podía dictaminar sobre el número de moscas y zancudos que tenían que vivir o morir, y sobre la duración de la vida de esos insectos; pero jamás un mísero ser humano, aunque fuese acosado por ellos.
También debía ser “antiracista”. Para serlo, en mi empresa contraté mayas, garífunas, xincas y ladinos; y fomenté entre ellos un amor supra-racial. Evidentemente, debía combatir la discriminación racial o étnica. Un medio de combate fue cubrirme los ojos, para no discriminar, por ejemplo, entre mayas, garífunas, xincas y ladinos, y así poder presentirlos como si constituyeran un todo homogéneo, propicio para que se fundieran en una mística identidad ultra fenotípica.
La modernización que emprendí exigíame ser un adversario del machismo. Entonces en cualquier restaurante, o en cualquier taller de mecánica automotriz, o en cualquier gimnasio, o en cualquier hotel, exigía ser atendido sólo por mujeres. Si no había mujeres que pudieran atenderme, exigía que los hombres que me atendieran vistieran prendas femeninas exteriores, con la opción de vestir también prendas femeninas interiores…
Post scriptum. Tenía que ser simpatizante del “feminismo”, del cual había varias opciones; por ejemplo, “cultural”, “radical”, “ecológico”, “anarquista”, “marxista”, “separatista”, y “crítico”. Elegí simpatizar con una opción que no pugnara por la igualdad anatómica y fisiológica de hombres y mujeres… ¡Prefería la desigualdad, aunque no fuese tan moderno!