Siempre se ha dicho que el camino al infierno está lleno de buenas intenciones, y en esa afirmación de la sabiduría popular pienso cada vez que veo la pugna de bastardos intereses que se ha fincado en los colegios profesionales, especialmente el de abogados, luego de que se convirtieron en un factor decisivo de poder para la conformación de importantes instancias que tienen que ver con la administración de justicia. Conozco el origen de la historia porque fue en el Consejo de Estado que se formó tras el golpe de Estado que encumbró a Ríos Montt al poder donde la idea empezó a tomar forma.
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‘Yo llegué a ese Consejo contra la opinión expresa de Ríos porque el entonces Alcalde y Presidente de la Asociación Nacional de Municipalidades me propuso como representante de la ANAM y trabajé en la Comisión de Asuntos Políticos donde uno de nuestros principales sueños, una de nuestras mejores intenciones, era diseñar alguna fórmula que permitiera crear un Tribunal Supremo Electoral que se sustrajera de las presiones partidistas. El ingeniero Amílcar Burgos fue quien tuvo la idea, que nos pareció genial, de trasladar a la academia y al Colegio de Abogados la responsabilidad de postular candidatos para magistrados de ese novedoso tribunal. La idea era que el gremio y las facultades de derecho, además de las universidades, tuvieran el trascendente papel de proponer a los mejores abogados para que de esa manera, sin presión de los partidos políticos, se pudiera elegir un tribunal de plena independencia.’
Y al elaborar un proyecto de ley electoral y de partidos políticos así quedó consignado y la idea fue en general bien aceptada como una alternativa a la Dirección del Registro Electoral donde se habían manejado tantos fraudes en los últimos años. El Consejo de Estado no tenía facultad legislativa sino únicamente proponía y el esquema sirvió para la integración del primer Tribunal Supremo Electoral en el que se eligió como Presidente a don Arturo Herbruger Asturias, abogado que cobró enorme fama porque fue destituido por el gobierno de Arbenz de la Corte Suprema de Justicia por dar un amparo contra la política agraria del régimen, lo que significaba que era un hombre que no se sometía a órdenes ni a presiones.
Luego los constituyentes pensaron que la idea era tan buena que la ampliaron para la integración de las Cortes y del sistema judicial del país. Y es que parecía como una especie de vacuna para la manipulación y el abuso que eran tradición de nuestro modelo, pero desafortunadamente se dio el caso de que el remedio se volvió peor que la enfermedad, puesto que en vez de depurar el sistema, lo que se produjo fue la perversión de la academia y del gremio, donde se fincaron los más bastardos intereses permitiendo que los grupos de poder oculto se adueñaran no sólo del Colegio de Abogados, sino también de las decanaturas de derecho en muchas universidades, al punto de que hasta hay universidades para las que lo fundamental desde el punto de vista de su funcionamiento es ese extraordinario poder político que tienen como resultado de las normas constitucionales.
Creo que la intención no pudo ser más noble y, en apariencia, brillante para sustraer del manoseo político el proceso de conformación de las cortes y del Tribunal Supremo Electoral más la designación del Fiscal General y Jefe del Ministerio Público. Pero una cosa son las buenas intenciones, una cosa es una idea en apariencia genial, y otra muy distinta es la práctica donde todo se corrompe. César Augusto Toledo Peñate, quien nos apoyó en la iniciativa en el Consejo de Estado, de todos modos nos advirtió: “Muchachos, no se olviden que hecha la ley, hecha la trampa”. Resultó lapidaria su sentencia.