De premios literarios, mercado editorial y creación estética


Mario Roberto Morales*

Aunque no cabe duda de que la creación artí­stica se enmarca siempre en condiciones históricas concretas, y a pesar de que esas condiciones (como su nombre indica) definen en buena medida el carácter estético de las obras de arte, también es cierto que la determinación de las condiciones externas sobre la creación literaria no ocurre de manera lineal ni mecánica, sino contradictoria y dialéctica, pues las condiciones externas actúan siempre a través y de acuerdo a la naturaleza especí­fica de las condiciones internas del individuo creador y de su entorno, dejando así­ en éste la potestad de ejercer su libertad personal cuando realiza su obra. En otras palabras, el ejercicio estético es siempre un ejercicio de la libertad individual, por muy condicionado que se halle por la circunstancia histórica, cuya determinación siempre ocurre en última, y nunca en primera, instancia.


Esta dialéctica social e ideológica explica el ejercicio de la libertad creadora de Goya frente a la familia Real, y la de Miguel íngel ante el Papa Julio II, entre muchos otros casos en los que el artista y su libertad se imponen a los forzados encargos de sus mecenas. En tal sentido, ¿no serí­a válido proponer el ejercicio estratégico de la libertad creadora frente a la dominación del mercado, en vista de que sus criterios controlan los circuitos de producción, distribución y consumo de mercancí­as, y en el entendido de que el libro y la creación literaria son una mercancí­a más entre otras? En palabras sencillas, más que dedicarse a escribir obras marginales que nadie lea y que no seduzcan a un lector cuyo analfabetismo funcional crece dí­a con dí­a gracias a su inducida adicción al discurso audiovisual, y más que escribir de manera adocenada y seguidista para el mercado editorial, se tratarí­a de comprender a cabalidad la lógica cultural del mercado para burlarla sin quedar fuera de sus coordenadas, de la misma manera como la reconstrucción de la utopí­a del bienestar colectivo se está realizando actualmente en el corazón mismo de la dominación del capital.

¿Para qué?, se me podrí­a preguntar. Pues, si no para contribuir a forjar utopí­a alguna, sí­ para ejercer la libertad individual mediante el ejercicio estético y creador que ha caracterizado siempre al artista y a la obra de arte, diferenciándolos cualitativamente de quienes viven esclavizados por trabajo enajenado o actividad ajena a la realización plena del ser humano. Esto puede extenderse a la creación intelectual e incluso cientí­fica, las cuales, desde Mises y Hayek, se circunscriben (como el trabajo de estos dos economistas) a los lí­mites y alcances que fijan las grandes corporaciones transnacionales que financian los tanques de pensamiento con dineros que les permiten no pagar cantidades mayores en impuestos.

Es cosa sabida que no existe relación de causa y efecto entre los premios y la calidad literaria, ni entre ésta y el éxito comercial de los libros. Y esto se sabe a pesar de que la lógica cultural del mercado ha convertido a los premios y al éxito editorial en criterios de calidad literaria, como si la publicidad y el mercadeo, de los cuales forman ya parte los premios literarios de las transnacionales de la edición, determinaran la evolución estética que lleva a un escritor a proponer enfoques y lecturas crí­ticas y radicales de eso que solemos llamar la realidad.

Pero a pesar de ser cosa sabida, esta verdad es también a menudo cosa que se soslaya a la hora de que legiones de escritores se empeñan en averiguar las lí­neas temáticas y las direcciones estéticas que las transnacionales de la edición requieren para la próxima temporada veraniega, a fin de escribir una novela que cumpla con esos requisitos. Para todo lo cual contratan a agentes literarios que se convierten en sus consejeros estéticos a fin de llegar a colocar un libro en una de estas editoriales, haciéndolo acreedor al premio literario que sirve para promocionar su consumo en el mercado de lectores.

Quienes así­ proceden a la hora de hacer literatura, arguyen que lo contrario equivale a vivir en el pasado, a ser obsoleto y desfasado. Y desprecian cualquier planteo que tenga que ver con el ejercicio literario como un ejercicio crí­tico -es decir, como un ejercicio libre del criterio- y como un ejercicio radical, es decir, capaz de ir con libertad a la raí­z de los problemas humanos. Para ellos, lo que no tenga un valor de entretención, no sirve para nada. Y no sirve porque lo que carece de ese valor se sitúa fuera de las coordenadas del mercado. Y al estar fuera de éstas, sencillamente no existe. No existe en una sociedad que cada dí­a se cuestiona menos el sentido de vivir una vida sin más horizonte que repetir el acto de consumir hasta que llegue sonriendo a buscarnos la muerte.

Los intelectuales mercenarios, los que piensan a sueldo y para un patrón, han sustituido en la atención de las masas a los pensadores libres, capaces de ser crí­ticos porque pueden ejercer con libertad su criterio, y de ser radicales porque pueden ir a la raí­z de los problemas a fin de plantearlos correctamente y proponer soluciones plausibles a los mismos. Los han sustituido, pero no superado. Y las pruebas de esto están a la vista en la producción de los tanques de pensamiento (de izquierda y de derecha) que están debidamente financiados por intereses corporativos. Por ello he repetido muchas veces que lo que hace falta en el mundo de hoy, carcomido por el hedonismo consumista sin más y por la ausencia de un horizonte de futuro cuyo vací­o lleva a los jóvenes a perpetrar masacres en sus planteles educativos, es forjar generaciones de intelectuales crí­ticos y radicales, así­ como de artistas y escritores autónomos, cuya individualidad constituya un blindaje contra el individualismo y cuya libertad contradiga de frente toda suerte de libertinajes. Un bloque intelectual de tales caracterí­sticas es más necesario que cualquier estamento improvisado que pretenda inventar medidas circunstanciales para mejorar el desastre del sistema educativo, de la polí­tica, de la economí­a y de la cultura, malentendida esta última como la labor artesanal de individuos capaces de entretener a los compradores de pinturas, libros, filmes, esculturas y otros adminí­culos decorativos.

En efecto, ni los premios ni el mercado constituyen criterios de calidad artí­stica y literaria. Esta calidad sólo puede ser establecida por un estamento crí­tico y radical que, desafortunadamente, languidece o ya no existe en nuestra sociedad, ahogada en el mal gusto que resulta del ejercicio disciplinado del consumismo sin más. A esto se debe el bajón de calidad artí­stica y literaria que agobia al mundo con repeticiones de lo mismo disfrazadas de una novedad y un rupturismo que no superan la mueca manierista. Y esto es justamente lo que hace necesario reivindicar los logros del Renacimiento y de la Ilustración, a saber: aspirar a constituirnos en una sociedad letrada mediante una educación laica y un ejercicio libre de la individualidad (no del individualismo). En otras palabras, igual que en el Renacimiento, debemos ir hacia atrás en la Historia y rescatar un pasado que ha sido negado en esta era oscurantista de dominación del mercado y de sus mitos fundamentalistas, para rescatar la «esencia humana libre y creadora» que nos diferencia de las nobles bestias con las que compartimos este maltratado planeta.

Está bien que las leyes del mercado rijan el intercambio de mercancí­as. Pero es una perversa tonterí­a suicida que les permitamos regir la ética, la estética, la polí­tica y la creatividad de los seres humanos. Esto se rige por medio de una moralidad y no de un mecanismo de intercambio idealizado por los mercaderes como el único ejercicio posible de la libertad humana. El hundimiento en este absurdo agujero ha dado como resultado una humanidad desorientada que sólo encuentra consuelo en los fundamentalismos, porque sus intelectuales ya no saben cómo usar la razón ni cómo explicarse los mecanismos que rigen el mundo; mucho menos cómo dotar de un sentido trascendente a sus propias vidas.

Dicho esto, recibo el Premio Nacional de Literatura 2007 honrado por el nombre que lleva: el de Miguel íngel Asturias, quien no solamente fue el primer surrealista que nos legó una versión de vanguardia de las culturas indí­genas de América Latina, sino también el inventor de un decir literario que constituyó la puerta por la que entró para quedarse la modernidad literaria latinoamericana, tutelada por él mismo, por Juan Rulfo, por Alejo Carpentier y por Mario de Andrade. Por eso mismo fue también el contrapunto que nos permitió en Guatemala buscar un camino literario diferente a partir de su enorme, pesado y paralizante aporte. Algo que, según Cardoza y Aragón, «los mejores han logrado».

También recibo el premio agradecido con sus jurados, en especial con quienes defendieron mi candidatura desde el principio de las deliberaciones.

Lo recibo agradecido con la anterior administración de la Facultad de Humanidades de la Universidad Rafael Landí­var y con la actual administración del Departamento de Letras de la Facultad de Humanidades y del Instituto de Investigaciones de la Literatura Nacional, de la Universidad de San Carlos, por creer en mí­ y en lo que escribo proponiendo mi candidatura para este Premio en diferentes ocasiones y a lo largo de varios años.

Lo recibo, asimismo, satisfecho por el reconocimiento, por parte del jurado, del aporte literario ruptural del que formé parte en los años 70 porque se trata de un asunto que la crí­tica literaria y cultural tiene pendiente con mi generación y de una verdad que quienes se aferran a la agónica tradición del rupturismo forzado se niegan a aceptar y sobre todo a reconocer.

Me satisface hondamente también el poder recibir hoy la segunda edición de un libro muy querido por mí­: Señores bajo los árboles, el cual recoge mi versión sobre la condición de los indí­genas de mi paí­s en el marco histórico de la explotación, la opresión y la violencia oligárquicas y militares.

Finalmente, quiero expresar mi í­ntima alegrí­a por este reconocimiento, congratulándome por la solidaridad, el afecto y el hermoso gesto de acompañarme en este dí­a, tanto de parte de mi familia como de los amigos presentes en esta sala.

A todos, muchí­simas gracias.

Guatemala, 30 de agosto de 2007.

* Mario Roberto Morales recibió el pasado jueves 30 de agosto el Premio Nacional de Literatura «Miguel íngel Asturias. El presente es la transcripción del discurso de aceptación del premio. La reproducción cuenta con la autorización del autor.