Creo firmemente en la necesidad de un Estado laico, que respete las religiones, pero que no se apoye en la subjetividad de los mensajes bíblicos ni en predicadores para justificarse frente a la carencia o ausencia de eso que se llama moralidad.
En lugar de buscar principios en las palabras de quienes se consideran a sí mismos: «voceros de la palabra divina», o «intérpretes de la voluntad de Dios», los diputados de este país, deberían buscar su fortalecimiento moral, cívico y político en la cultura y en la práctica de la honestidad. El estudio de las ideas políticas; de la conducta de los verdaderos líderes que han dejado huella en el mundo; así como el estudio de nuestra historia y, por sobre todas las cosas, el trabajo honesto y libre cuyo horizonte debe ser la canalización de los intereses verdaderamente populares, tendría que ser el mejor foco de motivación para su accionar político.
Una de las salidas más fáciles para quienes se reconocen como entes disfuncionales es recurrir a la religión, o a los sermones condenatorios y «motivacionales» de corte dogmático y eminentemente subjetivo para sentirse bien hoy y verse bien ante el prójimo, sobre todo si ese prójimo está constituido por votantes potenciales.
Me parece patético ver a nuestros flamantes congresistas con el gesto de niñas quinceañeras en plena comunión o de místico medieval en el clímax del éxtasis frenético, al escuchar las perogrulladas de siempre, en boca de merolicos de la fe.
Nuestra Nación necesita políticos serios que asuman su papel con la responsabilidad que sólo la preparación académica y la vida moral pueden dar. Las payasadas decoradas con la retórica de la fe cristiana en sus manifestaciones más aberradas y aberrantes desdicen su madurez y capacidad para interpretar el mundo y la realidad para la cual legislan.
La Nación y la política deben tener otros asideros, y no los mismos que por siglos, las mentes puritanas y cachurecas de nuestro pueblo han tomado y retomado para fundamentar sus minúsculas vidas y sus intrascendentes actitudes políticas.
El Estado y el Gobierno deben ser laicos, siempre.