De la escuela práctica a las salas capuchinas


Escuela Práctica, Normal e Istituto. Crisol de la juventud guatemalense. El seí­smo del 6 de agosto de 1942, lo daño tanto que hubo que apuntarlo. El terremoto del 4 de febrero de 1976 lo echó por tierra. Cuendo lo vi en escombros, llore, porque

A la memoria de mi hermano

Julio Alberto González R.

por su apoyo incondicional en mis estudios.

Aquella mañana, del segundo dí­a del mes de enero de mil novecientos cuarenta y ocho, amaneció nublada y frí­a. La neblina cubrí­a la ciudad y el frí­o era tan intenso, que invitaba a llevar las manos metidas en los bolsillos, ya que con facilidad los labios castañeaban.


El disfrute de las vacaciones habí­a terminado y se iniciaba el gozo de los estudios. A pesar del frí­o, los niños y los jóvenes enfilaban -aseados y elegantemente vestidos- hacia los centros educativos de la ciudad de Antigua Guatemala.

Nosotros lo hicimos, hacia la Escuela Primaria de Aplicación No. 1 anexa al Instituto Normal para Varones. A las ocho de la mañana, el toque ritual de la campana, consistente en un toque fuerte, seguido de un relativo silencio y dos toques seguidos después, era señal de formación general en los lustrosos corredores del viejo Instituto. Los alumnos de la Escuela Primaria, la hicimos en el amplio patio de tierra donde se disfrutaba del recreo y era, a la vez, donde se realizaban los ejercicios fí­sicos y se jugaba al fútbol y al básquetbol.

Se presentó el Director del Instituto, profesor don Raúl Polanco acompañado de los profesores Gregorio Ricardo Laguardia Romero, César Augusto Reyes, Mercedes Vides Tovar, Carlos Laguardia Moreira, Carolina Estrada Sandoval, Benigno Pérez Cáceres, Olimpia Castellanos y Joel Alarcón.

Explicó el director del Instituto que por haberse ampliado la educación normal, las instalaciones del instituto no le daban cabida a la escuela primaria. En el ala norte iba a funcionar el bachillerato y en la ala sur el magisterio. Por consiguiente, la Escuela Primaria iba a pasar a ocupar las Salas del Monasterio de las Monjas de Clausura, Capuchinas. También que el profesor don Fermí­n Vielman Muñí­z, que fue durante mucho tiempo su Regente, por motivos de jubilación dejaba de serlo y a cambio el profesor Gregorio Laguardia Romero asumí­a el cargo de Director de la referida Escuela Primaria.

Así­, la Escuela Primaria dejaba su propio edificio que, desde 1907 ocupaba. El edificio se construyó para las Escuelas Prácticas, donde además de la educación primaria, se enseñaban diversos oficios. Alcancé a conocer a dos maestros de la Escuela Práctica: don Ciriaco Orenus en la sastrerí­a y don Manuel Roma en la herrerí­a.

La Escuela Normal ocupó esas instalaciones, cuando Estrada Cabrera dispuso reabrirla y que mejor sitio que el que usaba la Escuela Práctica. Un edificio moderno con varias aulas y su salón de actos. Una escuadra de calicanto de base, con una celosí­a de ladrillos y columnas que remataban con macetas de geranios, lo protegí­an y se accedí­a por una puerta de hierro de tres bandas. Sólo la de en medio era movible. Su Director que lo era don Mercedes Fuentes, fue nombrado Director de la Escuela Normal y la Escuela Primaria fue anexa. Tuvo después funciones de Instituto, pero siempre fue conocido por las personas mayores, como la Escuela Práctica. Hay que resaltar que siempre ha gozado de gran prestigio por su disciplina y sobre todo por su excelencia académica. Alumnos de todo el paí­s y allende sus fronteras, forjaron en sus aulas su destino. Sus maestros han sido, flor y nata del magisterio nacional.

En fila de dos, nos encaminamos con gran algarabí­a a nuestro nuevo edificio. Las salas de las Capuchinas, aun conservaban las huellas imborrables de su mundo mí­stico y de su largo abandono. El cambio empezó con ocasión del IV Centenario del traslado de la ciudad de Santiago de Guatemala, del valle de Almolonga al valle de Panchoy. La iglesia y el monasterio de las monjas Capuchinas, fueron descombrados, remosados y jardinizados. Esa recuperación y puesta en valor de tan regios monumentos, fue el despertar para una bella ciudad, que no mereció el desmantelamiento y el abandono con los que se le castigó. A pesar del paso de los años, se percibí­a, aun, la serenidad del seráfico y parecí­a que las aves marí­as y las plegarias a Nuestra Señora del Pilar de Zaragoza, aun flotaban entre sus sólidos muros de calicanto y de piedra. Sorprendí­a ¡Una escuela laica en un recinto sagrado!

Sus arcadas de gruesas y sólidas columnas, sus corredores abovedados con piso de ladrillo, sus salas mí­sticas semi oscuras, sus patios de tierra y en especial, su torre del retiro, exponente de los adelantos arquitectónicos de la época, con caracterí­stica de única y original en la bella ciudad de Santiago de Guatemala, evocaban lejanos tiempos mí­sticos que se quedaron flotando en el ambiente, porque son huellas que el paso del tiempo jamás borra.

El poeta lo recuerda de esta manera: «En esos monasterios hoy desiertos / y aromados de limas y toronjas, dijeron sus plegarias por los muertos, pálidas de piedad, las viejas monjas.»

Por un momento, la imaginación tuvo un vuelo retrospectivo. La sombra de la Abadesa se deslizó por los cuatro corredores abovedados, sostenidos por columnas gruesas de calicanto. Se detuvo en cada sala para confirmar la observancia de las Reglas que norman la vida del claustro. Visitó a las monjas en el templo en su ejercicio contemplativo para fortalecer su definición espiritual. Se detuvo en el Obrador, donde manos artistas del hilo y de la tela, hicieron manualidades delicadas y preciosas. Revisó los folios de la Cronista de la Orden, donde también habí­a partituras sagradas para el coro. Especial atención le mereció, estar con la Maestra de Novicias, donde los breviarios tomaban vida y una pequeña biblioteca respaldaba la vida mí­stica. Estuvo junto a la Tornera y a quienes con sus fogones, dejaban escapar aromas exquisitos de apetitosos pucheros y dulces y mazapanes. Y por último, a paso lento, se encaminó hacia la torre del retiro, donde las celdas personales, ofrecí­an privacidad a cada monja para que realizaran a plenitud su retiro espiritual. Las Reglas de las monjas descalzas capuchinas contemplativas, eran estrictamente rigurosas. La voz fuerte y autoritaria del director, hizo que la visión desapareciera y de nuevo volviera a la realidad escolar.

Ya en el patio principal del monasterio, su nuevo director, el profesor Gregorio Laguardia Romero, arengó a los alumnos en esta nueva aventura del saber. Dio instrucciones precisas, del buen uso que debí­amos de darle a las instalaciones, para evitar causarles daño; del peligro de subirse al segundo nivel sin protección, de la prohibición de pasar a la iglesia en ruinas, de tomar las precauciones pertinentes cuando se jugara en la torre del retiro y que los alumnos mayores, fuéramos los protectores de los estudiantes menores. Además, explicó con suma claridad que, una de las caracterí­sticas de la Escuela Primaria a su cargo, iba a ser, exigir a cada profesor una docencia de calidad y a cada alumno, el mejor aprovechamiento de sus estudios, porque el rendimiento debí­a de ser cien por ciento eficaz.

Se asignaron las salas y ya transformadas en aulas, cada quien se dedicó a ordenarlas. La Dirección ocupó la oficina inmediata a la calle y la de sexto grado la del final del corredor sur. El mobiliario era escaso y estaba en malas condiciones. Los pupitres dobles tení­an las tapaderas sin bisagras, las patas rotas y con cuñas se ajustaban al piso que era de ladrillo gastado por el uso y por el abandono. Pilas de ladrillo y tablas, sirvieron para que se sentaran los que no alcanzaron pupitre. Las cátedras tení­an espacios en blanco sin barniz y otras carentes de piezas de madera. Los pizarrones estaban faltos de pintura. Tanto los profesores como los alumnos, tuvieron que hacer un esfuerzo para adaptarse a esas condiciones y limitaciones.

Lo que hay que resaltar es que, esas condiciones y limitaciones, en nada impidieron que la calidad de la enseñanza disminuyera. Los profesores gozaban de sólida formación académica y de larga experiencia docente y los alumnos tení­amos hambre de aprender. Aprovechábamos nuestros cuadernos para anotar lo que el profesor enseñaba y lo reforzábamos con el estudio en libros. Hubo alumnos que hicieron de sus cuadernos de notas, una preciosidad por la claridad de la letra, por la limpieza y por el orden de sus apuntes. Tanto los cuadernos como los libros, se forraban para que no se dañaran. Se usaba dos tintas. Roja para tí­tulos y resaltar un párrafo y azul para lo demás.

El porta libros era artesanal y hecho por nosotros mismos. Consistí­a en dos reglas pequeñas de madera con dos tiras de cuero que permití­an el paso de las correas. Con las correas se aseguraban los cuadernos y los libros. La regla superior tení­a además, un cargador metálico forrado de tela. Tení­a además, un espacio para llevar el lápiz de marca mongol y el canutero con su pluma spencer y colgando los dos frascos con anilina azul y roja. ¡Con qué elegancia se llevaba el porta libros!

Era frecuente que cuando un personaje importante o una comisión, avisaba de su visita, se limpiaban las paredes, se barrí­a el piso y solo se quedaban los pupitres en buen estado. La cátedra se cubrí­a con un mantel. Lo demás se arrumbaba en un sitio a donde no llegaban las visitas. Las felicitaciones no se hací­an esperar, pero una vez ida la visita, volví­an de nuevo al aula, la cátedra destartalada, los pupitres desvencijados que habí­a que acuñar de nuevo y los ladrillos y tablas que serví­an para que se sentaran los alumnos. En mis adentros me decí­a que eso era un engaño, porque de esa forma nadie iba a conocer las necesidades. Eso se hizo siempre y se sigue haciendo actualmente.

A media mañana, fui llamado con urgencia para presentarme en la Dirección de la Escuela. Algo grave tení­a que haber sucedido para un llamado urgente. La profesora y los compañeros de estudio, se quedaron haciendo conjeturas con presagios negativos.

Cuando pedí­ permiso para entrar, me encontré con el Director de la Escuela, el Gobernador Departamental, el Inspector de Educación y otras personas que no recuerdo. La presencia de tantas personas importantes provocó en mi, cierto temblor de cuerpo que no podí­a ocultar. ¿Qué malo habí­a hecho para estar frente a esas altas autoridades? Me preguntaba en silencio.

Leí­ su artí­culo -me dijo con seriedad el Gobernador- y cuando pensé que iba a recibir una reprimenda, me dijo: «aquí­ traemos pupitres, cátedras, pizarrones nuevos y suficientes y una campana.»

La calma volvió, pero no creí­a lo que estaba oyendo y sobre todo, viendo. De unos camiones, varios operarios bajaban el nuevo mobiliario.

Vuelva a su clase -se me ordenó- y que se preparen para cambiar hoy mismo sus pupitres. Cuando volví­ fui recibido con aplausos y más se prolongaron cuando conté el motivo de mi llamado a la Dirección de la Escuela.

La profesora de Sexto grado de Primaria, señorita Mercedes Vides Tovar -era una dama amable de baja estatura y de tez morena clara, vestí­a siempre de dos piezas bien combinadas- además de su sólida formación profesional, era dueña de un entusiasmo sin lí­mites y entre todas sus inquietudes fue la de publicar un periódico impreso. Por unidad afectiva, le pusimos por nombre El Compañero. Y fue precisamente en ese periódico donde publiqué mi artí­culo quejándome del estado calamitoso del mobiliario y que incluso, en lugar de campana, era un pedazo de metal que se golpeaba con un fierro, para indicar el inicio y el final de la jornada y los perí­odos de recreo.

La profesora Vides Tovar, organizó una kermesse para agenciarnos fondos, nos enseñó el arte de la encuadernación, cultivó el teatro, la declamación y la oratoria. Aun guardo el libro que obtuve de premio, por el primer lugar en el concurso de oratoria. Era costumbre entonces, que se culminara la educación primaria, con dos álbumes. Uno de recuerdos y otro de poemas. El de recuerdos, conservarí­a en mensajes cortos, el sentimiento de fraternidad cultivado a lo largo de muchos años y el de poemas era una antologí­a selectiva de las más bellas inspiraciones de poetas famosos. Ambos álbumes pasaban de mano en mano, aun de alumnos de otros planteles educativos. Era también, un medio velado para expresarle a una chica, un sentimiento especial que nací­a para ella. Cada dí­a se practicó el dictado para evitar las faltas ortográficas y la lectura en voz alta para una correcta pronunciación de las palabras y modulación de la voz y en silencio, para aplicar la meditación, la reflexión y el razonamiento. También apoyó la formación del equipo de fútbol: Juventud Escolar Olí­mpica. Y si eso fuera poco, su responsabilidad la llevó a transformar en aula, una pieza de su casa familiar. Todas las noches nos reuní­amos para repasar lo visto durante el dí­a y así­ aclarar dudas y afianzar lo enseñado.

Es que cada materia del sexto grado de primaria, exigí­a dedicación y tení­a el respaldo de un libro. La Gramática de José Marí­a Bonilla Ruano en dos tomos, la Aritmética de don Lucas T. Cojulún, El libro de lectura de sexto grado de primaria, que contení­a la compilación de escritos especiales, La Historia Universal de W. Swinton y la Geografí­a Universal de Vicente Rivas, no eran libros de adorno sino de estudio. Habí­a -como decí­an las abuelas- que quemarnos las pestañas, para aprender cada materia con eficiencia. La solidez del conocimiento, era una exigencia sine cuan para la culminación brillante de la educación primaria.

El periódico «El Compañero» fue en principio informativo, pero debido a que los estudiantes de secundaria del Instituto -llamado entonces: INVAG- en su periódico también impreso: PENSAMIENTO Y LUCHA, llamaron con menosprecio «chusma» a los alumnos de la escuela primaria, el Compañero se tornó combativo. La reacción no se hizo esperar y la Escuela Primaria dejó escuchar su voz con energí­a. Los del INVAG supieron que a pesar de nuestra sencillez, tení­amos suficiente pólvora, cañones potentes y artilleros de la palabra, para saber disparar sin contemplación. El respeto se hizo evidente.

La Escuelita primaria estuvo durante mucho tiempo en el recinto de las Capuchinas. Ya no volvió a ocupar las aulas del Instituto. Empezó su peregrinaje hasta tener un lugar fijo. Actualmente se engalana y honra la memoria del preclaro catedrático de catedráticos «DON J. ADRIAN CORONADO POLANCO»

Que la Escuela Primaria, ostente ese nombre, desde hace cincuenta años, es el mejor homenaje que la niñez puede rendirle a un maestro vocacional que dedicó toda su vida a enseñar, pero no de una manera rutinaria, sino con la elegancia y solidez que exigen los estudios para la formación de una persona. Yo tuve el privilegio de ser su alumno.

Nuestra profesora de sexto grado de primaria, Merceditas Vides Tovar, después de su fecunda labor docente, se hizo profesional de la medicina e investigadora cientí­fica. Ahora duerme -adornada de sus logros- en el camposanto de San Lázaro de su ciudad natal que tanto quiso. Para ella, una corona permanente de siemprevivas de nuestro emotivo reconocimiento.

Sesenta años después, he vuelto en silencio y a punta de pie, a revivir en los viejos corredores y en las salas capuchinas, aquellos lejanos dí­as cuando, entre travesuras y estudios, vestí­amos el pantaloncito corto, los zapatos desgastados de la puntera por el fúbol y llevábamos con orgullo nuestro portalibros, con su pedacito de lápiz, su canutero y su tinta azul y roja con las que describimos sueños y ensueños y un arco iris de ilusiones.