En Francia, desde hace algunas semanas, el Gobierno ha tenido que intervenir para tratar de frenar lo que ya es un escándalo internacional, a saber: el suicidio, en los últimos meses, de decenas de trabajadores de la empresa «Telecom» impulsados por las malas condiciones laborales, por el estrés y ansiedad que esto genera. Algunos psiquiatras consultados han declarado que, frecuentemente, esta gente que llega al extremo de quitarse la vida por las malas condiciones de trabajo es gente propensa, emocionalmente inestable, que sólo ha encontrado en sus empleos la gota que derramó el vaso.
Sin embargo, algunos de los suicidas han dejado notas echándole las culpas exclusivamente a las condiciones en que desempeñaban su labor. De alguna manera, aunque la opinión de los psicólogos y expertos fuera cierta, esa «gota que derramó el vaso» merece atención. Nadie puede negar que problemas en el trabajo impelen a muchas personas a quitarse la vida. Es innegable que con demasiada frecuencia el puesto de trabajo es un pequeño infierno.
Si lo anterior sucede en Francia, país desarrollado y rico, con disposiciones legales adecuadas y experiencia estatal para hacer cumplir la ley, ¿cómo será en países del tercer mundo tal problema?, ¿cómo será específicamente en América Latina y en Guatemala? En nuestro ámbito no hay estadísticas fiables sobre esta cuestión, pero no se necesitan para saber que mucha, muchísima gente, va a su trabajo como aquel que va a la guerra. Mucha gente -más de la que pensamos- se levanta cada día para ir a sus labores como quien va a un castigo. Para miles, quizá millones de seres humanos, ir a su faena de cada día representa un acto doloroso, una verdadera tortura sólo comparable a sufrir diariamente una terrible y devastadora enfermedad.
Mientras mucha gente disfruta su tarea cotidiana otros sufren en verdad los más indecibles padecimientos. Sufren humillaciones, explotación o hasta violencia de la más diversa índole. Hablo de la secretaria a la que el jefe acosa sexualmente desde hace meses o tal vez años. Un acoso por supuesto abusivo, patológico, que ha llegado al límite de tocarla o chantajearla, de poner en peligro el pan que esta mujer gana para sus hijos con evidente sacrificio. Hablo del obrero que cumplió bien su tarea, pero a quien el patrón no paga lo que habían acordado; del oficinista que tiene forzosamente que hacer horas extras sin reconocimiento alguno; de la jovencita a quien gritan por cualquier cosa; del anciano al que obligan a cumplir tareas más allá de sus posibilidades físicas de hombre de edad avanzada; del joven al que sus propios colegas atormentan con crueldad infatigable. En fin, la galería de injusticias y atrocidades no tiene fin.
A veces este acoso es tan sádico y sistemático que el trabajador o empleado se va deteriorando emocional y psicológicamente hasta el grado de enfermarse o volverse un ser indigno y arrastrado. La salud de una comunidad depende en mucho de lo que se viva en los puestos de trabajo, es decir, de la cultura laboral. Un trabajo que es una caverna de amarguras es contraproducente para todos.
Sin embargo, esto no tiene por que ser así. El puesto de trabajo debe ser más bien un placer, un lugar donde ejercitamos un talento o una habilidad que, al final, coadyuva al bienestar general. El trabajo es la aportación de cada individuo al disfrute social. Lo anterior no es hedonismo ni idealismo, es realidad. Una parte de la tragedia que es la vida en estos tiempos en nuestros pobres países seguramente proviene de este asunto, de la mala convivencia en el puesto de trabajo, de la atmósfera viciada del lugar donde nos ganamos el sustento. En la oficina o el taller, en la escuela o la fábrica, en el campo o la empresa se define mucho del destino de las sociedades. Nuestra baja productividad o efectividad laboral como naciones tiene, sin duda, mucho de sus raíces en este difícil problema.
Hay, en pocas palabras, un clima de pérdida de valores que se origina no sólo en el hogar o la escuela, sino también en el puesto de trabajo y, se debe insistir, es causa de atraso. No es exagerar. Es imposible ser creativo y efectivo donde imperan el malestar emocional, el resentimiento, la burla, la envidia, la discriminación sexual o de cualquier otra índole. Ya un simple apodo ofensivo, en la fábrica o en las aulas, puede generar problemas psicológicos a quien lo recibe.
Por supuesto la solución a este problema laboral es compleja y lleva tiempo, pero fundamentalmente es un problema ético y jurídico.
Si algo caracteriza a Guatemala es cierta tajante división social. Por mil y una razones, en un país como el nuestro, el clasismo es demasiado fuerte a veces. El aquello de «Yo, por ser abogado o ejecutivo, valgo infinitamente más que tú por ser mesero o albañil, secretaria o taxista» es una realidad muy presente. Esto no tiene base ética ni jurídica. Ante la ley todos debemos ser iguales, y no será jamás la posición económica o un título universitario (a veces mal habidos ambos) los que puedan dar la valía o dimensión de un ser humano. Un hombre sin escuela ni letras ni fortuna puede ser mucho más humano y sabio que uno de nuestros flamantes y, con frecuencia, arrogantes abogaduchos o medicuchos salidos casi siempre a fuerza de remachar textos (y textos pasados de moda). Cuando estudié medicina, a finales de los años setenta, presencié como decenas, cuando no cientos de jóvenes, compraban cada año las respuestas de los exámenes bimestrales a secretarias de la época en la Universidad de San Carlos a fin de ganar los cursos. En ese mercado negro se debía pagar estrictamente en dólares. Se puede inferir, entonces, que hay al menos cientos de «médicos» de mi generación que literalmente compraron sus títulos en la USAC. Quiero decir con esto que nadie tiene derecho de humillar a nadie o verlo de menos. Una persona vale por el mero hecho de ser persona, pero en nuestro medio esta verdad elemental es necesario recalcarla. A más valía de un individuo más será su humildad, al menos idealmente hablando. El clasismo en Guatemala se parece a veces al inamovible sistema de castas de la India y eso no puede ser. Una democracia es igualdad o aspiración permanente hacia la igualdad, no diferenciaciones espurias. La igualdad, claro está, no significa uniformidad. Sólo la inteligencia o la moral pueden definir quien es superior. Sólo el rendimiento puede crear «clases», no la sangre ni un título per se. Una democracia ha de ser fundamentalmente oportunidades para todos.
Pero no seamos ingenuos, la solución del problema del maltrato laboral, o sea de nuestra poca cultura laboral, tiene, como quedó anotado, dos dimensiones: una, la dimensión ética, la cual se solventa al inculcar desde la escuela la necesidad del buen trato hacia nuestros congéneres. «No hagas a otro lo que no quieras para ti» sería la máxima válida. En este aspecto las religiones y las humanidades, la filosofía y hasta el arte tienen mucho que aportar. La otra dimensión, el aspecto jurídico, encuentra solución en una legislación adecuada que defienda y proteja sobre todo al más débil y vulnerable. Ante los atropellos nada más adecuado que leyes justas. Si un obrero o subalterno no cumple basta con despedirlo, deducir responsabilidades y se acabó. Pero si un patrón o jefe comete abusos también la ley debe obligarlo a respetar y a cumplir. En Guatemala nuestro subdesarrollo en materia de cultura laboral es temible. Recuerdo, a manera de ejemplo, que recién regresado de Europa, luego de veintidós años ininterrumpidos de exilio, aún confuso por el retorno y luchando por reintegrarme, trabajé en una conocida editorial del país. Mi sorpresa fue mayúscula al observar la vulgaridad de aquel ambiente. Incluso parientes del director se me acercaron desde las primeras horas para advertirme sobre «lo que usted va a ver aquí». O sea, no tenía ni veinticuatro horas de haber empezado a laborar y ya familiares del director de esa editorial, sin que hubiera razón para ello, estaban, en cierto modo, pidiéndome disculpas de antemano por lo que iba a soportar y, aunque al principio creí que era broma, así fue: un edificio donde las cucarachas pululaban en cada habitación, chismes, lenguaje soez entre colegas, agresividades gratuitas, boicoteos. El director vivía vanagloriándose, incluso ante las damas, de las prostitutas callejeras con las que se había acostado. En semejante lugar se supone que yo debía redactar un texto educativo. No duré ni tres meses. Y es que nadie puede dar lo mejor de sí en tales ambientes. Me atrevería a decir que el desarrollo depende de nuestra habilidad para crear atmósferas laborales positivas, o sea donde abunde la comunicación, la armonía, el diálogo sincero, el buen juicio y la buena voluntad y, aunque parezca utópico, hasta la hermandad. Si nuestra sociedad presume de cristiana y democrática tiene que dar la pauta en esos valores. Desgraciadamente, hoy por hoy, no podemos confiar en la mayoría de nuestros políticos y debemos los ciudadanos tomar la iniciativa. Debemos implementar la ética del trabajo y estimular el aporte individual.
Es imprescindible recuperar la honorabilidad, ser creativos e imaginativos.
Pero que nadie se llame a engaño, el trabajo siempre será lucha y sudor, esfuerzo y tenacidad. Los más capaces irán dejando atrás a los menos capaces. La competencia la determina la naturaleza y tiene razón de ser. Competir con nobleza es necesario. No sólo debemos crear una democracia, sino también una meritocracia donde el esfuerzo y el talento sean recompensados, no la corrupción o el compadrazgo.
Un reciente informe de la USAC dice que uno de cada cuatro guatemaltecos tiene problemas psicológicos. Esto no es sorprendente después de una guerra civil como la que hemos padecido y la pobreza de la mayor parte de la población. El puesto de trabajo no puede, en este contexto, convertirse en un lugar de martirio y humillación. Si nuestras sociedades van a sobrevivir ha de ser imponiendo, a fuerza de leyes y educación, sanas relaciones interpersonales en todo ambiente.
Necesitamos fraternidad no crueldad, humanismo no extremismos. Necesitamos idealismo no egoísmo, utopías saludables no proyectos destructivos y caducos.
Especial atención merece la infamia del trabajo infantil que debe desaparecer.
Si no queremos caer en luchas fratricidas debemos crear una cultura de trabajo que promueva la justicia social. La mezquindad no lleva a nada bueno. Aquel empresario o patrón que no entienda la importancia de ser generoso en todos los aspectos con sus trabajadores está sembrando la discordia. Aquel patrono que no entienda que sus empleados son antes que nada personas está cometiendo un grave error. La ley, por sabia que sea, no puede sustituir la buena voluntad ni el sentido común de los ciudadanos. Somos un país muy sufrido y ser buenos entre nosotros es condición urgente. Debemos desterrar toda forma de violencia.
La injusticia padecida por un solo ser humano nos debe importar a todos, pues tarde o temprano nos afecta a todos. Hay que aspirar a esa sensibilidad ideal.
Ojalá algún día nuestra convivencia laboral sea marcada por las pautas del respeto y la consideración mutua, por la hermandad humana tal y como debe ser.