Para alimentar a los más de nueve mil millones de personas que habitarán la Tierra en 2050 habrá que aumentar la producción de alimentos un 70%. Todo ello en un planeta que cada vez cuenta con materias primas más escasas y donde se ha elevado la temperatura media, lo que ha dificultado la labor de los agricultores: trabajan en los mismos campos pero se han visto obligados a cultivar verduras distintas, capaces de sobrevivir en unas condiciones climáticas diferentes. Un reto global que trae de la mano la oportunidad de asestar un duro y efectivo golpe a los índices mundiales de pobreza.
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Según datos del Informe Sobre la Pobreza Rural elaborado por el Fondo Internacional de Desarrollo Agrícola (FIDA), el 55% de la población mundial todavía habita zonas rurales y el 70% de las personas muy pobres, muchas de ellas niños y jóvenes, viven lejos de las ciudades, en lugares donde la agricultura aún es el principal motor de la economía. Estas cifras podrían mejorar de forma significativa pero para ello son necesarios pasos previos que favorezcan un aumento en la producción de frutas y verduras por parte de los pequeños agricultores.
Por sí sola, una mayor producción, que podrían abordar las grandes cadenas mundiales de suministros agrícolas, no soluciona el problema. Gobiernos y entidades internacionales tienen que cultivar esperanza.
En primer lugar, tal y como recoge el Informe Sobre Pobreza Rural, deben esforzarse por realizar las inversiones necesarias para que se pueda llevar una vida digna en los pueblos más empobrecidos. Evitar que el éxodo a las ciudades sea masivo y que no quede nadie para cultivar la tierra. Los datos del FIDA apuntan que, entre 2020 y 2025, la población rural alcanzará su máximo y que comenzará a disminuir a partir de entonces. En América Latina, el Caribe y Asia Oriental y Sudoriental esta tendencia es ya un hecho, dentro 10 años lo será en Oriente Medio y África del Norte y dentro de 20 en África Subsahariana. Quienes migran buscan un trabajo que les permita comer y alimentar a los suyos y se debe promover que no tengan que dejar sus hogares para encontrarlo. Así, se fijaría la población y se evitarían viajes que se realizan, en muchas ocasiones, en condiciones penosas. Para que puedan construirse un futuro son necesarias inversiones en infraestructuras y servicios públicos. Más caminos, ambulatorios y escuelas. Mejor abastecimiento de agua, tendido eléctrico y acceso a financiación.
Pero para que los pequeños productores puedan adaptarse a las nuevas oportunidades y al mercado es esencial que lo entiendan. De ahí el valor de la educación para dejar atrás la pobreza extrema y la miseria. Y para aumentar la seguridad y la confianza de quienes luchan debe promoverse su unión a través de organizaciones que faciliten la comercialización de los vegetales. Asociaciones que además puedan defender sus intereses, negociar en su nombre con el sector privado y también con los distintos gobiernos, con capacidad para influir en las decisiones políticas y pedir responsabilidades.
También es imprescindible que se ponga freno a la especulación con productos alimentarios. Cada vez que se juega con los precios de la comida son los más pobres los que la ven desaparecer de su mesa. Entre 2006 y 2008 los precios internacionales de los alimentos se duplicaron y aunque desde entonces ha habido una ligera disminución todavía son más caros que antes de la subida. Como consecuencia, 100 millones de personas que ya atravesaban dificultades quedaron condenados al hambre y a una miseria aún más extrema.
Para que a mediados de siglo pueda alimentarse a la población global habrá que aumentar la producción agrícola. Más personas necesitarán más comida y unir ese incremento al desarrollo de los campesinos serviría para reducir los elevados índices mundiales de pobreza. Pero es necesario un esfuerzo inversor y voluntad política. Preocupación por los que más sufren e intención de facilitarles los medios para aliviar su situación. Sembrar alimentos que traigan consigo nuevas oportunidades. Cultivar esperanza.