Cubanos evocan su paí­s en la Peña del Versailles


Pedro Fernández muestra una foto de la mujer con la que está saliendo. A los 94, que es el más antiguo miembro del grupo de exiliados cubanos de Miami que se reúne en el Café Versailles. Foto AP / J. Pat Carter

Los ancianos se congregan en la parte trasera del venerable Café Versailles de La Pequeña Habana y sus voces apasionadas siguen haciéndose sentir.


Esta foto muestra los zapatos de Pedro Fernández en el restaurante Versailles de Miami. Miami es la capital de facto de los exiliados cubanos, y Versalles es su primer punto de encuentro. Foto AP / Lynne SladkyEl sol del atardecer brilla detrás del anuncio colocado frente al Café Versailles, que los viejos e hacen llamar La Peña del Versalles. (Foto AP / J. Pat Carter)Pedro Fernández, a la derecha, habla con un amigo fuera del restaurante. Foto AP / Lynne Sladky

Por allí­ desfilan polí­ticos, incluidos candidatos a la presidencia, deseosos de captar el voto cubano. Los periodistas se acercan con cámaras y micrófonos en busca de algún exiliado anciano que comente las últimas novedades relacionadas con el gobierno comunista de la isla. Cantantes y artistas legendarios se toman un café cubano.

Miami es la capital del exilio cubano y el Versailles es su principal punto de encuentro. Los ancianos se llaman a sí­ mismos La Peña del Versailles.

Pero a diferencia de las peñas tradicionales, que reúnen a artistas, estos hombres no son poetas ni músicos. Son más bien comerciantes, vendedores y fumigadores jubilados que se reúnen todas las tardes.

Cuba es siempre un tema dominante. Pero ya no es lo único de lo que se habla. Ahora se habla de medicinas y de la vejez, de los amigos que son enviados a asilos de ancianos por sus familiares, de cómo se sienten fuera de lugar en la era de las computadoras y los teléfonos celulares.

Mi abuelo, Manuel Armario, es uno de ellos. Con frecuencia me dice «no estoy hecho para estos tiempos».

Su generación se achica y la comunidad cubano-estadounidense cambia. Los más jóvenes y los inmigrantes más recientes ya no son todos republicanos. Muchos nacieron en Estados Unidos y jamás estuvieron en Cuba. Algunos ni siquiera hablan español.

Los primeros se fueron de Cuba convencidos de que regresarí­an pronto. Pero los años se convirtieron en décadas y a esta altura es bastante improbable que regresen alguna vez.

«Hay semanas en las que seis, siete y hasta ocho personas se nos van», expresó uno de los habitués, Juan Pena.

DEBAJO DE LA PALMA

Le dicen «presidente». Es el que todos los dí­as se para debajo de una palma junto a la ventanilla del café. Adentro, meseras con uniformes verdes sirven churros, croquetas de jamón, pastelitos de dulce de membrillo y café con leche. Afuera, hombres y mujeres aguardan impacientes hacer sus pedidos.

Pena llega alrededor de las cuatro de la tarde, con una camisa bien planchada, una escarapela cubana de un lado y las banderas de Cuba y Estados Unidos del otro.

No tiene experiencia polí­tica ni deseos de ser elegido formalmente. Se sienta junto a la ventanilla y pronto tiene tres o cuatro individuos a su lado.

«Reconocemos a Pena como presidente de la Peña del Versailles», afirma entre risas un hombre pelado. «No hay nadie más. Nadie ha estado aquí­ tanto tiempo».

«Â¡Es el lí­der!», proclama otro individuo al pasar.

Pena se sonroja y lo ahuyente.

Pena nació en La Habana hace 76 años. Su madre era una española de Barcelona que enseñaba bridge en las embajadas de Cuba. Pena recuerda orgulloso que la señora conoció a Maureen O»Hara y en una ocasión besó en la mejilla a Winston Churchill durante una visita al Havana Yacht Club, uno de los sitios más extravagantes de la Cuba prerevolucionaria.

El trabajó para el ministerio de relaciones exteriores de Cuba, en la sección de pasaportes. Tomó clases en el edificio de IBM en La Habana, donde se hizo amigo de una joven llamada Estrella. La visitaba en su casa una vez a la semana, siempre con la madre presente.

Hubiera querido tener una relación más estrecha con ella, pero desde que Fidel Castro ingresó triunfalmente a la capital el dí­a de año nuevo en 1959, supo que querí­a irse de Cuba. Seis años después consiguió viajar a México, de donde era oriundo su padre.

Se fue solo, sin saber si volverí­a a ver a Estrella, pero convencido de que pasarí­a mucho tiempo antes de que pudiese regresar.

Desde México se dirigió primero a Nueva Jersey y después a Puerto Rico. Su madre le dijo que Estrellita llamaba de vez en cuando y preguntaba por él. Después de un tiempo, no obstante, le perdió el rastro. Hasta que un dí­a escribió una carta al Diario de las Américas.

«A quien le pueda interesar… Si Estrella Alvarez se ha ido de Cuba, por favor ponte en contacto conmigo. Siempre tuve la mejor impresión de ti. Lamentablemente, la situación polí­tica en Cuba es una tragedia y tuve que elegir entre el exilio y la cárcel. Me harí­a muy feliz saber que has dejado esa tortura. Oí­r de ti».

Menos de una semana después recibió una carta por correo especial. El sobre tení­a el nombre de Estrella.

«Cuando vi ese nombre…», cuenta Pena, sonrojado, «Â¿qué podí­a hacer?».

Un amigo de la familia en Chicago vio la carta y alertó a Estrella. Se inició entonces una larga correspondencia –unas 50 cartas– que culminó con una propuesta de matrimonio y una vida nueva en pareja en Puerto Rico.

«Esas cartas», afirma Pena. «Nadie ha sido tan romántico».

Tuvieron una hija, pero el matrimonio se disolvió después de 18 años, cuando ella solicitó el divorcio. Desde entonces, Pena se dedica a cuidar a su madre en Miami Beach.

Todos los dí­as hací­a un recorrido de dos horas, tomando tres autobuses, desde el departamento que compartí­a con la madre hasta el Versailles en la Pequeña Habana.

«Me ayudaba a llenar un gran vací­o», dijo Pena.

Tras la muerte de su madre el año pasado, las visitas al Versailles se hicieron más largas.

Es seguramente el cliente más reconocido. El que más buscan los periodistas. Lleva años dando entrevistas y se maneja bien en ellas.

«POR LA LIBERTAD»

Mike Baralt, quien publica dos columnas por mes en La Voz de la Calle, es otro de los que frecuentan el «salón de los pasos perdidos», como le dicen al sector del Versailles donde se encuentran los ancianos. Baralt sostiene que en sus columnas promueve «la lucha por la libertad de nuestro paí­s, por la unión del exilio. La batalla por al democracia».

Tuvo la oportunidad de hablar brevemente con varios presidentes estadounidenses. Bill Clinton le pareció «muy buena persona». Con Ronald Reagan tuvo «una pequeña conversación». Se ha presentado en numerosos programas de televisión.

Desde niño le gustó el periodismo. En la Cuba pre-revolucionaria trabajó en dos periódicos, La Información y El Paí­s. En uno tuvo una columna católica. En el otro ofreció consejos. También colaboró con una radio, informando sobre la actividad en una estación de trenes. En una ocasión reportó erróneamente que un polí­tico viajaba con la esposa, cuando en realidad era la amante.

En Miami trabajó en restaurantes. Empezó recogiendo platos y llegó a gerente. Con el sueldo mantuvo a su esposa y dos hijos. En los años 60 la prensa en español estaba en pañales y no le ofrecí­a posibilidades laborales. Iba de vez en cuando al Versailles, pero pasaba la mayor parte del tiempo con su familia.

Hace 12 años falleció su esposa, con la que estuvo casado más de tres décadas, y sus amigos lo convencieron de que comenzase a escribir una columna en La Voz, una de tantas publicaciones pequeñas del exilio. Ya lleva casi 300 artí­culos, que escribe todos a mano.

«Nunca me criticaron, aunque me piden que sea más agresivo», expresó. «Quieren que sea más combativo, pero eso no me interesa».

A veces se adentra en la polí­tica. «Hay un proyecto que permitirí­a a los turistas estadounidenses visitar Cuba», escribió en una columna. «Si van, será como ir al cine a ver, en toda su realidad, una pelí­cula titulada «La destrucción de un paí­s en 51 años». Y todo seguirá igual».

IMPECABLE

A los 94 años, Pedro Fernández sigue luciendo trajes europeos impecables. Se levanta a las seis de la mañana y hace ejercicios por una hora. Luego se cocina un desayuno con huevos y jamón.

Es el único sobreviviente de su familia. Estuvo casado ocho veces, pero no tiene hijos.

Asegura que la soledad no le molesta y que tiene muchos amigos.

Vive en un departamento a media hora y va todos los dí­as de Hialeah a la Pequeña Habana. En el Versailles va de una mesa a otra. Dice que es un buen sitio para hacer negocios.

«Estos dí­as han sido un poco agitados», relata, porque está mudándose a un departamento más cerca del Versailles.

Es oriundo del pueblo Rancho Veloz, en la región central de Cuba, al norte. Pertenece a una familia que plantaba y refinaba azúcar.

Dice que una vez intentó matar a Castro. No da detalles, pero señala que diez hombres murieron en el intento y que él fue condenado a 25 años de prisión.

«Estuve preso solo 37 meses porque me le escapé a Fidel», agrega.

En Estados Unidos abrió dos empresas de construcción, Hacia Arriba y Más Arriba Todaví­a.

Los negocios siguen apasionándolo y en estos momentos proyecta construir 500 viviendas en la República Dominicana con socios chinos.

Tiene una novia mucho más joven con la que espera casarse.

«Salimos desde hace tres años», cuenta, mientras muestra una foto.

LA OFICINA

Fernández llama a mi abuelo, quien está en una mesa vecina.

«Armario, ven, siéntate por favor».

Hablan de la visita. Fernández dice que tiene que ver a un médico. Mi abuelo le cuenta que se hará operar un ojo en un mes. Comenta el ataque cardí­aco que casi lo mata hace dos años, cuando tení­a 79 años, y dice que se siente débil, que debe tomar pastillas y que no quiere ser una carga para los demás.

«Tengo miedo de que me pase algo, pero trato de no llamar a nadie», expresó.

Mi abuelo dice que el Versailles es su «oficina». Cuenta en broma que hay tres turnos: mañana, tarde y noche. El generalmente se aparece al atardecer y se queda hasta que anochece.

En Cuba mi abuelo trabajaba en la compañí­a de electricidad. Siempre cuenta que decidió irse del paí­s cuando vio a mi padre, por entonces un niño, y su hermanito mayor desfilar como miembros de la guardia revolucionaria.

En el exilio, pasó de una actividad a otra. En una oportunidad tuvo un carrito de venta de helados.

En la vejez, dice sentirse desconectado, fuera de lugar.

Como tantos otros, siempre dijo que regresarí­a a Cuba el dí­a que falleciese Castro. Ahora que los dos están viejos, las diferencias ideológicas no parecen tan importantes.

Si volviese, ¿con qué se encontrarí­a?

Yo he estado en Cuba y las historias de una Habana majestuosa ya no la describen. Tal vez lo único lindo que se conserva como entonces es el océano.

Por ello, para mi abuelo y tantos como él, el Versailles bien podrí­a ser lo más aproximado a un hogar que tienen.