Por seis días el infierno es frío, el diablo se multiplica por miles y un Angel se divierte asustando con las máscaras de terror que fabrica: «las diabladas» de Píllaro, en Ecuador, recrean una de las tradiciones folclóricas más paradójicas y ancestrales de los Andes.
En los primeros días del año en este poblado -elevado a los 2.850 metros de altura y distante a 160 km al sur de Quito- se celebra sin penas o remordimientos al demonio de la creencia cristiana.
Durante ese tiempo la iglesia permanece cerrada y por más que arda la fiesta, en esta localidad, convertida en una suerte de infierno terrenal, la temperatura no supera los doce grados centígrados.
Ni el frío ni los sermones del cura del pueblo previniendo con dejar sin comunión a los niños que bailen disfrazados de la bestia bíblica, disuaden a los lugareños.
«Píllaro cree en Dios pero baila y disfruta más con el diablo», señalan entre sorna los habitantes recordando que la mayoría aquí es católica y comulga en misa los domingos.
«En Píllaro el demonio no es visto desde el punto de vista religioso, sino es un símbolo ancestral de desprecio, rabia y liberación», manifestó a la AFP el alcalde de la población, Edwin Cortés, orgulloso porque estas fiestas fueron declaradas este año Patrimonio Cultural Intangible de Ecuador.
«Las diabladas» se remontan a la época de la colonia, en el siglo XVIII, cuando los terratenientes, por el Día de los Inocentes, les permitían a los indígenas divertirse dentro de las haciendas en las que trabajaban en condiciones oprobiosas.
Los nativos quichuas sentían desprecio e ira por su sometimiento y empezaron a disfrazarse de diablos para expresar ese repudio, y lo hacían justamente a través del símbolo con el que los españoles los atemorizaron para evangelizarlos, recordó Italo Espín, gestor cultural de Píllaro.
La tradición siguió con los mestizos, pero a diferencia de sus antepasados la celebración la extendieron hasta el casco urbano. Allí, ingresaban agitando violentamente fuetes de cuero de cabro y asustando con sus máscaras a los espectadores.
«La fiesta se ha tornado más amigable», dijo el alcalde. Ahora los diablos agitan los aciales sin lastimar, pero bailan infatigables hasta por ocho horas seguidas y con el mismo espíritu liberador de los primeros.
Mañana, cuando el pueblo se quite la mascara, volverá a comulgar e ir a misa pero sin culpa, apuntó.
Angel Velasco, un chofer de bus de 54 años que cuando niño se escondía detrás de las piernas de su madre por pánico a los disfrazados de demonio, recrea quizá el lado más paradójico de esta fiesta.
Por veinte años viene elaborando las máscaras más elogiadas de las fiestas. En su taller apenas entra luz, en cada palmo cuelga un diseño más terrorífico que otro y del techo cae la piel disecada de una serpiente con una cabeza artificial.
Los diseños de este artesano parecen sacados de una pesadilla: bestias con hasta 29 cuernos de carnero, con dientes afilados cruzados entre sí, manos de lagartijas, formas de serpientes saliendo por los costados como si se tratara de una medusa y uñas de cangrejo.
Pero «yo creo en Dios, no tengo pesadillas, sonrío siempre y me llamo íngel», señaló a la AFP, admitiendo que su fin también es causar el miedo que le generaban de niño las máscaras que ahora fabrica.
El ritual para él termina cuando «bautiza» sus creaciones. «Yo las hago y las bailo antes que otro». Cuando termine la fiesta el 6 de enero, íngel -aseguró- volverá a su taller para diseñar los diablos por los que se desvela todo el año.