¿Cuál institucionalidad y cuál estado de Derecho?


Cuando se habla de la necesaria depuración en el ejercicio del poder, de inmediato saltan voces que preocupadas claman por la defensa de la institucionalidad y el estado de Derecho, advirtiendo que algunas de las propuestas que se hacen pueden romperlos. Y la verdad es que la oportunidad de vivir en democracia en Guatemala costó mucho en cuestión de vidas humanas y de sacrificio de miles de patriotas que por décadas lucharon contra distintas formas de dictadura, desde las unipersonales del tipo de Estrada Cabrera y Ubico, hasta las institucionales como las que mediante fraudes electorales controlaron férreamente al paí­s desde 1970 hasta 1985.

Oscar Clemente Marroquí­n
ocmarroq@lahora.com.gt

Pero creo que es momento de preguntarnos sinceramente de cuál institucionalidad hablamos y de si en realidad existe un estado de Derecho digno de ser preservado o si esos argumentos al final de cuentas se convierten en el petate del muerto para mantener un sistema que parece haberse agotado. No se trata de hacer planteamientos subversivos, pero sí­ de entender que mucho de lo que hoy estamos viviendo y de lo que frustra a la población es resultado precisamente del deterioro institucional que ha llegado a extremos y que demanda acciones más allá de lo normal para permitir el rescate. Hoy vivimos en esta pobre condición porque el estado de Derecho se lo vienen pasando por el arco del triunfo nuestros dirigentes desde hace mucho tiempo, afianzando el concepto de que la impunidad es la norma y que la aplicación de la ley la excepción que, además, sólo se aplica cuando el acusado de algo no tiene cuello ni poder suficiente.

Afortunadamente las condiciones mundiales no permiten el modelo del cuartelazo que nunca ha servido para resolver los problemas del paí­s, pero obviamente los ciudadanos tenemos que encontrar medios civilizados y legales que nos permitan rescatar la perdida institucionalidad e implementar un verdadero estado de Derecho porque si algo es evidente es que no vamos por buen camino y que se ha prostituido de tal forma el ejercicio de la función polí­tica que hay una corruptela demasiado generalizada como para pretender que con aspirinas o con parches porosos podamos curar al enfermo.

Desafortunadamente para el paí­s, estas coyunturas también sirven para que muchos traten de llevar agua a sus molinos particulares, como ocurre con quienes hablan de depuración pero simplemente quieren perpetuar sus privilegios y terminar con la discusión de los temas fiscales. No deja de ser una cruel ironí­a que quienes más vociferan ahora contra el Estado y su descomposición sean cabalmente quienes la vienen propiciando desde las mismas aulas universitarias al predicar modelos basados en el egoí­smo más que en la solidaridad y el pacto social que da fuerza a la existencia del Estado.

Lo cierto es que no se vislumbra luz al final del túnel porque no sabemos qué rumbo tomar y es muy poderoso el argumento que plantea la defensa tradicional del marco de la institucionalidad y del estado de derecho. Pero yo, por lo menos, considero irrefutable que esa institucionalidad y ese estado de Derecho han sido mancillados por quienes, en su momento, juraron defender la Constitución y utilizaron su poder para hartarse con los recursos que clamaba un pueblo enfermo, hambriento y necesitado de inversiones en educación. Se defiende lo que sirve, lo que es útil y lo que permite a la sociedad buscar sus fines; lo que ha sido puesto al servicio de la corrupción, de la impunidad y del abuso de poder, tiene que ser revisado y no podemos decir que ello sea nuestra institucionalidad.