Durante toda esta semana he leído los diversos órganos escritos del país en donde básicamente se refieren, entre otras cosas, a la participación de la señora Rigoberta Menchú como candidata a la presidencia de la República.
Según declaraciones de «analistas», editorialistas, columnas de opinión e incluso las «noticias objetivas», tratan este hecho como «histórico», que «cambian el espectro electoral y político», que «producirá un reacomodo de las diversas fuerzas políticas en todos sus aspectos», etcétera, etcétera?
Yo me quedo únicamente con el adjetivo de histórico porque, hasta donde yo tenga conocimiento, es primera vez que se lanza a una nominación presidencial una mujer indígena, lo cual lo veo positivo, incluso como una especie de medición sobre la fuerza electoral de la aspirante y del sector indígena. Pero fuera de ello aquí, en Guatemala, en donde la política es fuente de sorpresas e imposibles, lamentablemente la mayoría de ellos muy negativos, no lo veo con la lente de aumento que lo ven otros.
Incluso la participación en la carrera presidencial de un pastor evangélico, de uno que otro loco, de uno que otro corrupto y en otros puestos, narcotraficantes, miembros del crimen organizado y desorganizado, «líderes de papel», compradores de votos y más corruptos, no es cosa del otro mundo, cuando lo normal sería que eso sí nos asombrara y tratáramos los ciudadanos de, en último caso, ir a votar nulo o en blanco para que no queden una vez más, los malos.
Siempre he sido de la idea de que en política deben de participar todos. Que deben surgir nuevos líderes que sin temor se enfrenten a los dolores de cabeza que conlleva un buen gobierno, y que no se transformen, al poco tiempo, en miembro de alguno de los grupos que ya debían haber sido desplazados del sistema político nacional.
Insisto en la positividad de la participación de la señora Menchú y del señor Caballeros, pero, fuera de ello: ¿Cuál es el clavo?…