Cristo Negro


Minutos de ansiedad en horas de esperanza, transcurso en búsqueda del blanco de la mirada del Señor Nazareno. Anhelantes, tratamos de descifrar el misterio de vida, aspiración que parece diluirse por nuestra insistente ceguera de no vernos como seres transitorios. Si cada dí­a sabemos morir un poco, tendremos más vida. Para eso vino el Cristo, para ofrecernos la sangre de su apretado pigmento. De ahí­ la sed del ciempiés clamante, que en romerí­a baja a beber en rí­o de aguas vivas.

Marco Vinicio Mejí­a

En esta medianí­a de enero, en la Esquipulitas de Mariscal, se reproduce cotidiana su piel oscura, ofrecida para que sepamos distinguir la luz de sus misteriosos diamantes. La abundante cabellera del Cristo cubre nuestros pasos fervorosos. Al amparo de su negritud, nos pide ver dentro de nosotros mismos, para descubrir que no debemos tener miedo. Por í‰l, alumbra el pedernal tallado con rezos y lágrimas, espejo profundo que atrapó la luz que salva. Negro el cuerpo, a imagen y semejanza de la cara oculta de la Luna, con su órbita que consuela a la cansada tierra. Negra la talla, como promesa de nube cargada, dispuesta a llenar de nueva vida a la semilla anhelante. Negra la herida, de donde brotó el vino del sacrificio que siempre se vierte en odres nuevos, luego de apartar el cáliz amargo. Negra la noche de la cruz que anuncia la proximidad del blanco amanecer.

El Cristo de color insondable, Hombre único que ha vencido la muerte. El único muerto que no muere, de negro radiante para someter a la muerte y volverla amable, silueta que prolonga su sombra sobre la vida para hacerla sueño, El Cristo, vida y de la muerte vela, algarabí­a de candelas, baño de inciensos, sanaciones sin término. Vela el Redentor desde su cruz, mientras los hombres suspiran y las mujeres rezan. Vela el Hijo del Hombre, como el barro hecho sangre, caolí­n que brota en panitos de Dios o en tabletas que capturan el fervor de la Virgen y los santos.

Hombre que nos vela con su cuerpo oscuro de espesa sangre, Maestro que enseña a hacernos hombres, imagen sagrada desprendida en el clamor de las madres, Esquipulas que permanece para salvar a la vida, para perder a la muerte. Brazos que se abren con sus redes de vigilia negra y hermosa, porque el misterio es oscuro como el fuego perdido. Dí­a que se hace moreno, para hermosear a las estrellas.

Señor, extiende tu amable lumbre que fortalece, pálpito eterno que hace al dí­a supremo sabor de un reino que no es de este mundo. Haznos recios y tiernos, como el sueño que se hace cargo del momento, remanso en que se alimentan los siglos y se posan las horas nerviosas. Tú, corazón infinito, danos amor del bueno para que seamos dignos de alcanzar tus promesas.