En el día en que escribo estas líneas, mi vida ha arribado a las seis décadas. Es la edad en la que las estadísticas oficiales inician lo que antes se llamaba senectud, después suavemente “la tercera edad” y finalmente para ser políticamente correcto la “adultez mayor”. Esto es intrascendente para usted lectora y lector, por lo que pido licencia para una reflexión personal.
He llegado a una edad en la que el tiempo que me queda será mucho menor que el que he vivido. Tengo recuerdos que siento tan cercanos, pero que sucedieron hace una cantidad de años que ya no son los que sumaré en la vida que me resta. Por ejemplo, el cielo azul de noviembre en Guatemala de 1958, en los ojos de un niño recién regresado del exilio con su familia. Momentos fugaces que se quedarán conmigo para siempre: la belleza de una mujer subiendo las escaleras del metro en Barcelona; la sonrisa sorprendida de otra sacudiendo su cabellera porque al abandonar el lecho compartido en la desnudez, yo le preguntaba desvalidamente “¿adónde vas?”; el niño aterido de frío después de una de las inundaciones que azotan a los pobres después de los temporales.
Alguien me dijo que hay que sentirse feliz con la edad que se alcanza porque cada una de las fases de la vida tiene su propio encanto. Y probablemente una de los que tiene la edad a la que he llegado es que la suma de los días y las noches nos empieza a otorgar una sabiduría que es imposible tener en la juventud. He aprendido a ver belleza en mujeres con surcos del tiempo en la comisura de sus ojos. A ver en la distancia y melancolía a otras con las que me crucé en la calle 35 años tarde. Que la decencia es algo autónomo de la política y la ideología. Que se puede aprender algo de todos los demás y que las enseñanzas pueden provenir de personas cuyo pensamiento es diametralmente opuesto al nuestro. A Armando de la Torre, diametralmente opuesto en sus creencias a las mías, le escuché algo que no olvidaré nunca: que la vejez puede ser vivida como “juventud prolongada”. De Alfredo Guerra Borges aprendí que uno puede tener 80 años “y sentirse como de 60”. Y alguien me dijo que más que lamentar que el tiempo se nos empieza a acabar, hay que celebrar la oportunidad de llegar a una edad a la que millones de personas nunca llegan. La imagen de Oliverio Castañeda, asesinado a los 22 años, se me vino encima. La de muchos amigos y amigas, compañeros y compañeras de mi generación, a los cuales el terror estatal les impidió llegar a los 30 años. Y mis propios padres, arrancados de la vida cuando todavía vivían su plenitud.
Al empezar a tener en mis ojos el crepúsculo en el horizonte, he aprendido que es vano el apetito de trascendencia que se manifiesta en el egocentrismo y la búsqueda personal del poder. En cien años todos estaremos muertos, dijo alguna vez Keynes. Y a diferencia de él, en mucho menos que cien años la inmensa mayoría de nosotros estaremos olvidados. He aprendido también que la vida del ser humano es demasiado breve para el tamaño de sus sueños. Que los tiempos de la historia y sus cambios, son muchísimo más largos que los años que sumamos en nuestras vidas.
Y esa certeza que provoca serenidad, desgraciadamente convive con la percepción de que el tiempo se le está acabando a la humanidad, si la parte que la dirige y domina persiste en mantener al mundo tal como hoy lo vivimos.
Ojalá la humanidad nos sobreviva mucho tiempo más.