Uno de los capitales más importantes con que contamos los seres humanos en la vida tiene que ver con la confiabilidad que ofrecemos a los demás en nuestras relaciones diarias. Una vez perdida la fe en la palabra, el desprestigio cava una tumba sobre nosotros, a veces irrecuperable, condenándonos a una existencia bastante desdichada.
Esta afirmación que parece de Perogrullo regularmente no se toma en cuenta gastándose así un capital importante. De aquí que la mentira, las falsas promesas y la deslealtad sean moneda corriente entre nosotros, sin tener conciencia de los graves efectos en nuestra vida cotidiana. Un padre de familia, por ejemplo, puede ser un fanático del timo cuando promete a sus hijos y no cumple. Engaña por deporte y no compromete su palabra.
Igual le sucede al político al ofrecer cosas que se sabe incapaz de cumplir. Cuando con mano en la Biblia profiere palabras aparentemente confiables y miente porque en su interior tiene toda la intención de engañar a su auditorio. Por eso, si hay alguien que ha perdido todo crédito es el político. Habitualmente, más bien, son paradigmáticos cuando de tomar el pelo se trata.
No sólo han perdido credibilidad los políticos sino también los empresarios. Ya se sabe, no es que la gente tenga opción entre la pureza de un empresario y la honradez de un político. Los dos padecen de la misma enfermedad. Y, si hay alguien de quien no se pueda -ni se deba- fiar es (por lo general) de los empresarios. No puede ser de otra manera el comportamiento hacia personas, cuya única motivación de vida es el dinero.
El dinero y el poder son únicos grandes estímulos vitales que mueven a los políticos y a los empresarios. Ellos viven para esto, de aquí que las relaciones con ellos siempre sean puramente instrumentales. De esa forma, es justificable que uno dude de sus risas, su aparente amabilidad y hasta de un simple abrazo o choque de manos. Ellos no ven a la gente como personas (dignas de respeto y dignidad), sino como medios para alcanzar sus propios fines.
Los empresarios y los políticos son el ejemplo perfecto de quienes han perdido credibilidad. La gente no les cree cuando andan por las calles poniendo banderas blancas, pidiendo justicia o implorando el voto. Es de brutos creerles. La virtud que se ha de cultivar frente a estos sujetos no es sólo la de la duda, sino el escepticismo total. Cualquier otra opción está condenada a la candidez.
En nuestro tiempo, no debemos descuidar el crédito con los demás, so pena de dilapidar un gran valor humano. Y ahora pienso en dos instituciones que todavía tienen alguna reserva moral: La Iglesia y la Prensa. ¿O ya los podemos poner al nivel de los empresarios y los políticos? Sería interesante darle más vuelta al asunto.