En todo el mundo hay una clara conciencia de que el mercado tiene que existir, pero que no puede funcionar sin controles y regulaciones adecuadas porque está más que demostrado que los excesos se convierten en abusos que perjudican a la población. La idea de que el mercado era tan perfecto que se podía corregir a sí mismo y controlar sus propios errores, se ha demostrado absolutamente falsa y si bien es importante entender que la economía no puede desconocer la existencia del mercado, es obligado establecer mecanismos de control.
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Eso ya no lo discuten más que los más fanáticos neoliberales por su animadversión al Estado que es el llamado a establecer los controles. Y en el caso de Guatemala, uno de los ejemplos más claros se ha dado en los últimos meses, puesto que desde que en tiempos de Ramiro de León Carpio se liberó totalmente el mercado de los combustibles, eliminando toda facultad del Estado para intervenir en materia de precios, adoptamos legalmente esa teoría de que lo que más convenía a la sociedad era que la oferta y la demanda se afianzaran como los únicos instrumentos para determinar los precios.
Durante varios años, en los que hubo relativa estabilidad en los precios del petróleo, los excesos pasaron inadvertidos porque si bien en volumen eran hasta groseros, en su impacto directo al consumidor parecía de poca monta. Pero cuando vino la volatilidad del mercado, las empresas petroleras literalmente sacaron el hacha y empezaron a mostrar su enorme y desmedida voracidad. No había terminado de entrar el cable con las noticias de alzas en el valor del barril de crudo en compras a futuro y ya en las bombas de las gasolineras se estaba reflejando el incremento. El «valor de reposición» de los inventarios era uno de los argumentos que se usaban entonces para decir por qué antes de que les afectara el incremento, ellos ya lo trasladaban al consumidor.
Ese «valor de reposición» desaparece como factor en la fijación de precios cuando hay baja en la materia prima y es entonces cuando se ve que en el mercado no hay tales de oferta y demanda, sino simple y llanamente un oligopolio en el que las petroleras se ponen de acuerdo para atornillar a un consumidor indefenso que no tiene forma de evitar el sopapo. Y las autoridades se pueden escudar en el decreto de tiempos de Ramiro que liberó totalmente el mercado, puesto que de esa forma justifican su inactividad para obligar a que nos cobren lo justo.
Nadie está pidiendo que subsidien al consumidor ni que obliguen a las petroleras a que vendan por debajo de sus costos o que renuncien a tener ganancia. Simple y sencillamente se pretende que no nos vean la cara de babosos y que ganen lo justo sin que esquilmen a un pobre pueblo, literalmente hablando, que está pagando con sangre el error que cometió Guatemala cuando se dejó llevar por la patraña de que el mercado, concretamente el de los combustibles, operaría con esa mano invisible que haría las correcciones del caso cuando hiciera falta.
¿Cuánto habrán dado entonces las petroleras para lograr ese decreto? Por allí andan todavía quienes fueron los cerebros de la operación pero jamás abrirán la boca porque no van a aceptar que los bañaron en pisto. Otra muestra más de la necesidad de establecer controles para que funcione el mercado.