Finalmente y después de numerosas especulaciones que se ventilaron en los diarios impresos durante los últimos meses de 2011 y las primeras semanas del presente año, la organización no gubernamental Acción Ciudadana reveló que más de Q580 millones invirtieron o gastaron –según la perspectiva desde que se le enfoque- los partidos políticos durante la más reciente campaña electoral.
Aunque se dan a conocer las cantidades que cada institución política destinó en sus programas o planes de proselitismo, se sigue ignorando los nombres de las desinteresadas personas acaudaladas o las filantrópicas empresas que financiaron a los candidatos a los distintos cargos de elección popular (¿?), desde los exaspirantes a la Presidencia de la República hasta los postulados a corporaciones municipales, pasando por los pretendientes a diputaciones en el Organismo Legislativo, aunque lo que sí está claro es que varios de los partidos superaron con creces los techos contemplados legalmente y que el muy honorable Tribunal Supremo Electoral fue incapaz de evitar.
Pese a que numerosos guatemaltecos se escandalizarían por esa multimillonaria suma de quetzales que circuló y que mayoritariamente no salió de las chequeras o bolsillos de los dirigentes políticos -y de todas maneras acudieron masivamente a depositar su voto-, no es para sorprenderse de que esta sea la mejor forma de expresión del denominado sistema democrático representativo, si se toma en consideración que la cuna de ese modelo político está tan corrompido que no debería extrañar lo que ocurre en Guatemala y en otros países latinoamericanos.
Me refiero a la gran potencia del norte, donde “son las concentraciones de capital las que aprueban candidatos y los resultados terminan casi siempre determinados por los gastos de campaña” según Alberto Ampuerto, analista de La Opinión digital, de la ciudad californiana de Los Ángeles, de suerte que “lo que quedaba de democracia política en Estados Unidos fue socavada aún más cuando los dos grandes partidos recurrieron a la subasta de puestos directivos en el Congreso”´, es decir, la Cámara de Representantes y el Senado, en vista de que los legisladores que aportan más fondos son los que obtienen esos cargos.
El prestigiado Joseph Stiglitz, Premio Nobel de Economía, en un artículo publicado en Vanity Fair asegura que “Virtualmente todos los senadores estadounidenses y la mayoría de los representantes en la Cámara son miembros del 1 % más rico cuando asumen, son mantenidos en sus puestos por dinero del 1 % más rico, y saben que si sirven bien al 1 % ciento de arriba, serán recompensados por el 1 % cuando dejen sus cargos”. Para ser preciso, se refiere al 1 % de los más opulentos de Estados Unidos, o sea los multimillonarios de esa nación.
Las campañas electorales norteamericanas han llegado a ser tan costosas que los candidatos “tienen que salir a mendigar, humildemente,” ante banqueros y operadores de fondos de alto riesgo, y de esa cuenta no es inusual que las corporaciones más socialmente destructivas, como la Asociación Nacional del Rifle y la industria tabacalera tengan los cabildeos más efectivos que canalizan dinero para campañas “con el objetivo de asegurar resultados ajenos al interés público”.
Como en Guatemala, aunque guardando las grandes desproporciones y distancias, por supuesto, lo mejor para las poderosas compañías es que los partidos o candidatos a cargos de elección en Estados Unidos “no tienen que revelar la identidad de la fuente de la contribución”, y de ahí que “no sólo pueden tratar de comprar las elecciones, sino que pueden lograrlo sin que el elector sepa quién es el comprador”. Es la arremetida de la plutocracia.
Así que, como dice el refrán, mal de muchos consuelo de tontos.
(El resentido e indocumentado Romualdo Tishudo cuenta que se enteró que el hijo de un elector norteamericano, al examinarse en Historia y leer la pregunta “Dónde fue firmada la Declaración de Independencia”, escribió:-En la última página).