Temprano en la mañana recibí ayer la llamada telefónica de mi estrecho amigo Adolfo Cancinos Mazariegos, mi querido Fofo, quien me anunció con sumo tacto que acababa de fallecer el cardenal Rodolfo Quezada Toruño. “Te aviso –me dijo– porque sé que vos lo querías mucho”.
¡Vaya si no! Fueron apenas tres años y pico de relación mutua, pero suficiente tiempo para valorar, quizá no en toda su magnitud, la grandeza de espíritu, la nobleza de su corazón, la amplitud de su criterio, su preocupación por los pobres, su amor por sus feligreses, su fidelidad a sus principios, su inquebrantable fe en Dios, su entrega a la construcción de la paz.
Lo he contado más de una vez, aunque las fechas no las preciso con exactitud, pero creo que fue a principios de 1988 cuando el presidente Vinicio Cerezo y el vicepresidente Roberto Carpio me invitaron a participar en calidad de Secretario Ejecutivo de la desaparecida Comisión Nacional de Reconciliación, fruto de los Acuerdos de Esquipulas, que intentó lograr la paz entre las instituciones armadas y las fuerzas insurgentes en Guatemala, El Salvador y Nicaragua.
Me agradó la idea de emprender esa tarea; pero a la vez pensé que mi presencia en la CNR despertaría suspicacias e incluso susceptibilidades de parte de los representantes de la Conferencia Episcopal porque no profeso la religión católica. ¡Cuán equivocado estaba! en los días previos a mi primera cita con los obispos Rodolfo Quezada Toruño y Juan Gerardi Conedera, presidente y vicepresidente, en su orden, de la Comisión.
De inmediato me percaté de que era mucho mayor la virtud de los jerarcas a cualquier prejuicio o ante inútil mezquindad, y de ahí que a los pocos días entablamos valiosa y respetuosa amistad con los dos prelados, especialmente con el entonces Obispo de Zacapa, porque era quien se mantenía en permanente comunicación con los demás integrantes de la Comisión, en tanto que don Juanito mantenía prudente distancia, para no interferir con las propuestas del, asimismo, Prelado de Esquipulas.
Cuando el futuro Arzobispo Metropolitano no se encontraba en la capital, sino atendiendo sus deberes en Zacapa, diariamente se comunicaba por teléfono conmigo para enterarse de los avances que pudieran haber ocurrido en el lento, pero firme tránsito hacia la pacificación del país, o para girar instrucciones sobre aspectos inherentes a la CNR, sobre todo después de haber convocado al Diálogo Nacional, en el que participaron delegados de decenas de organizaciones políticas, cívicas, religiosas, académicas, sindicales, campesinas, culturales y de otras fuerzas interesadas en estudiar, analizar, discutir y plantear eventuales soluciones a la variedad de problemas que el país encaraba y sigue sin resolver.
Si fue sumamente perseverante para encontrar legítimos y visibles puntos de convergencia con la insurgencia, también fue lo suficientemente cauto para no pecar de iluso y embrocar al Gobierno a compromisos difíciles si no imposibles de honrar, y si ciertamente carecería de parcialidad al atender promesas económicas de organismos religiosos y seculares del extranjero, para financiar los trabajos de la CNR y no depender del Gobierno para su subsistencia, se abstenía de aceptar esa ayuda si la acompañaba alguna condición, por honesta que pareciera.
Se realizó el primer encuentro extraoficial entre el pleno de la CNR y la comandancia de la URNG, en San José de Costa Rica, sin haber llegado a convenio alguno; pero en marzo de 1990 se logró la firma del Acuerdo Básico para la Búsqueda de la Paz por Medios Políticos, que fue la puerta del cese de hostilidades entre el Gobierno y la guerrilla, y cuyo mérito recae en el hoy fallecido cardenal Quezada Toruño. El querido y campechano Monse, como le llamaba la también recordada Tere de Zarco, integrante de la CNR.
(El ecuménico Ronaldo Tishudo, recuerda al cardenal Quezada Toruño con estas palabras del amado Jesús: –Bienaventurados los pacificadores, porque ellos serán llamados hijos de Dios).