Por Raúl Hernández Chacón
José Augusto Trinidad Martínez Ruiz, más conocido por su pseudónimo Azorín (Madrid, 1873-1967), puede ser interpretado desde el excelente resumen que escribió Luis Jiménez Moreno de la Universidad Complutense en 1997:
«Azorín se confiesa pequeño filósofo. Con discurso sencillo y diáfano contempla fenomenológicamente los pequeños detalles para conocer la idea de las cosas. Le atrae la belleza, se preocupa por la vida, el paso del tiempo la dimensión estética, afirmando la vida con intensa sensibilidad y el sentimiento de la naturaleza. Cita preferentemente a Montaigne, Schopenhauer, Nietzsche. Siente el pesimismo, la indolencia de la voluntad y la nada, que refleja en el coloquio de los canes.»
Estas consideraciones invitan a reflexionar en relación a un documento escrito hace ya muchos años y que ofrece interesantes detalles desde nuestra acción educativa diaria. Sería muy valioso hacer un análisis comparativo, entre las reflexiones de este Pequeño Filósofo y nuestra labor educativa de hoy. Por su puesto que hay diferencias, pero podrían existir similitudes. Veamos, por ejemplo, el último párrafo del capítulo VI, en el cual Azorín dice: «Cuando hacéis con la violencia derramar las primeras lágrimas a un niño, ya habéis puesto en su espíritu la ira, la tristeza, la envidia, la venganza, la hipocresía… Y entonces, con estos llantos, con estas explosiones dolorosas de sollozos y de gemidos, desaparece para siempre la visión riente e ingenua de la vida, y se disuelve poco a poco, inexorablemente, aquella secreta e inefable comunidad espiritual que debe haber entre los que nos han puesto en el mundo y nosotros los que venimos a continuar, amorosamente, sus personas y sus ideas.»
Esta idea parece reclamar con vehemencia el triste momento cuando se inicia para los niños la pérdida de su libertad, de su creatividad, de su Ser como personas, para pasar a ser objetos, cosas, del sistema educativo que las encuadra, que las limita y entonces se pierde toda posibilidad de creación y de recreación del hombre y de la mujer en su recorrer personal e íntimo como persona.
Luego se describe en el capítulo VII, «Camino a la Escuela «, otra interesante ilustración «Cuando los pámpanos se iban haciendo amarillos y llegaban los crepúsculos grises del otoño, entonces yo me ponía mas triste que nunca, porque sabia que era llegada la hora de ir al colegio. Y cuando se acercaba este día luctuoso, yo veía que repasaban y planchaban la ropa blanca: las sábanas las almohadas, las toallas, las servilletas…».
¿Será que aún los niños y los jóvenes reniegan el ir a la escuela? ¿Será que aún hoy ir a la escuela es un martirio? ¿Por qué?
Esta pregunta debe ser motivo de hondas y profundas reflexiones, no sólo a nivel de grupos, de claustros, de dirección. Más que todo a nivel personal. Porque el profesor hoy, debe cuestionarse seriamente su acción educativa, su relación directa, su actuar, su presencia física y total, no frente a los alumnos, sino con sus alumnos.
Finalmente, en esta breve referencia se encuentra el capítulo XVII de la obra que consideramos:
Mis aficiones bibliográficas: «Hace un momento ha salido el maestro; no hay nada comparable en la vida a estos breves y deliciosos respiros que los muchachos tenemos cuando se aleja de nosotros momentáneamente, este hombre terrible que nos tiene quietos y silenciosos en los bancos. A las posturas violentas de sumisión, a los gestos modosos, suceden repentinamente los movimientos libres, los saltos locos, las caras expansivas. A la inacción letal, sucede la vida plena e inconsciente. Y esta vida, aquí entre nosotros, en esta clase soleada, en este minuto en que está ausente el maestro, consiste en subirnos a los bancos, en golpear los pupitres, en correr desaforadamente de una parte a otra.
«Sin embargo, yo no corro, ni grito, ni golpeo, yo tengo una preocupación terrible. Esta preocupación consiste en ver lo que dice un pequeño libro que guardo en el bolsillo. No puedo ya hacer memoria de quién me lo dio ni cuándo comencé a leerlo, pero sí afirmo que este libro me interesaba profundamente, porque trataba de brujas, de encantamientos, de misteriosas artes mágicas. ¿Tenia la cubierta amarilla? Sí, sí, la tenía; este detalle no se ha desaferrado de mi cerebro.
«Y es el caso que yo comienzo a leer este pequeño libro en medio de la formidable batahola de los muchachos enardecidos; nunca he experimentado una delicia tan grande, tan honda, tan intensa como esta lectura… Y de pronto, en este embebecimiento mío, siento que una mano cae sobre el libro brutalmente, entonces levanto la vista y veo que el bullicio ha cesado y que el maestro me ha arrebatado mi tesoro.
«No os diré mi angustia y mi tristeza, ni trataré de encareceros la honda huella que dejan en los espíritus infantiles, para toda la vida, estas transiciones súbitas y brutales del placer al dolor. Desde la fecha de este caso he andado mucho por el mundo, he leído infinitos libros; pero nunca se va de mi cerebro el ansia de esta lectura deliciosa y el amargor cruel de esta interrupción bárbara.»
Indudablemente que esta maravillosa descripción del momento que sale el profesor de la clase, es un instante que todos y todas recordamos y recordamos con afecto, con alegría, pero es también una situación que debe llamar nuestra atención con educadores. Es una forma de expresar la situación de inconformidad, la situación de exigencia extrema que se vive en el aula y que explota al retirarse el profesor. Es una situación que llama a la reflexión porque significa un llamado, un alto en el qué hacer de la acción docente.
Indudablemente esta lectura no está desactualizada. Es una realidad hoy en muchos establecimientos educativos, y es parte de la vida del estudiante y debe ser motivo de un serio analices de los educadores y educadoras hoy, en pleno siglo XXI, llamado el siglo del conocimiento, de la comunicación y de la tecnología.