Arturo Arias
En abril del presente año, se realizó en mi departamento, en la Universidad de Texas, un voto consultivo anónimo para elegir al nuevo jefe del departamento. En el mismo se solicitó, más allá de lista de nombres de los posibles candidatos, cuáles asuntos presentes y futuros debería confrontar el nuevo jefe del departamento. Por lo menos un par de personas respondieron que tendría que confrontar la división profunda entre los profesores de literatura y los de estudios culturales. Dado que esa división de hecho no existe en mi departamento, el comentario anónimo me hizo reflexionar.



Pese a dos décadas de debate en la academia estadounidense, y de lo absurdo que este tipo de articulación nos puede parecer a muchos, existe aun bastante confusión acerca de lo que significan los estudios culturales. La frase «estudios culturales» se ha convertido en un tropo de variados conflictos que registra tormentas tanto como los pararrayos, sintetizando todo lo que rompe con la tradición literaria o bien lo que certifica que la literatura ha perdido su hegemonía simbólica en el contexto cultural contemporáneo. De allí que en muchos departamentos de español aun surjan los conflictos o falsas polémicas oponiendo los mismos a los estudios literarios, si entendemos a estos últimos como la vieja y caduca manera de hacer filología, es decir, de estudiar la forma y el significado de la producción literaria en sí misma, alejada de contextualizaciones de cualquier índole, y los estudios culturales en su acepción más amplia, como la ruptura de las barreras tradicionales entre lo elitista y lo popular, lo literario y lo no literario, la cultura textual y la cultura material.
Lo interesante de dicho asunto es que, más que problemas metodológicos serios, el continuo miedo a los estudios culturales refleja una ansiedad acerca de la problemática social en su conjunto, y constituye un reflejo de los vacíos de conocimiento de quienes despliegan la actitud mencionada. Suelen ser académicos que buscan huir del mundo y de su realidad, replegándose dentro de la arquetípica matriz literaria de la torre de marfil como refugio de la vida y de sus restrictivas opresiones, cuando no acomodarse en la facilidad del puesto asalariado sin necesidad de actualizarse o seguir incluso las noticias cotidianas por televisión.
En el primer congreso de estudios culturales centroamericanos argumenté que, en efecto, se iba configurando un campo que podríamos denominar provisoriamente «estudios culturales centroamericanos» en el ámbito del saber/conocimiento. El mismo se articulaba como una voluntad crítica de articular la producción de imaginarios colectivos y de códigos simbólicos de naturaleza cultural con su contexto político, histórico y social, constituyendo así un espacio hermenéutico y teórico para acomodar la relación cultura/sociedad, en el imaginario del istmo y de su diáspora. Este campo articulaba lo que Mabel Moraña llamó «la recuperación de lo político,» y lo que Nelly Richard definió como «una dimensión que siga comprometida con las operaciones de riesgo mediante las cuales cada práctica estética o cultural decide a partir de sus batallas la forma para subvertir los pactos de entendimiento oficial con nuevas maneras de ser, de ver y de leer.» La argumentación citada, sin embargo, no fue más allá de ser una colección de primeras aproximaciones conceptuales para una definición elemental, aproximativa y preliminar, de este campo en un plano teórico.
En la presente ponencia intentaremos darle sustancia a esta argumentación, definiendo con mayor profundidad los parámetros del mencionado espacio de conocimiento, contextualizando su uso y estableciendo una genealogía del mismo que articule un impulso descolonializador de la metafísica eurocéntrica. Argumento que a principios del siglo veintiuno, nuevos proyectos de descolonización/descolonialidad en ciertas áreas del planeta tales como Centroamérica-cuyas historias locales fueron interferidas por los designios hegemónicos de los centros metropolitanos- están articulando estrategias que se conjugan con las de»minorías» residentes en los Estados Unidos -y que incluyen la diáspora centroamericana- planteándose nuevos parámetros que podríamos definir como «post-occidentales» en el ámbito de los espacios de conocimiento, es decir, respuestas críticas a la colonialidad desde la perspectiva de historias locales específicas.
En la academia estadounidense, acostumbrada a centrar su mirada en el anglocentrismo, se volvió moneda corriente la afirmación de que los estudios culturales latinoamericanos «entraron a la escena» en los 1980s, elaborando una crítica de la producción simbólica y de las experiencias cotidianas de la realidad social en el continente. Lo anterior presupuestaba, desde luego, una derivación periférica y/o subalternizada del conocimiento, que habría viajado de la teoría francesa al conocimiento angloamericano, y de allí se habría dispersado hacia los idiomas foráneos que rodean al inglés como satélites.
Yo argumentaría que esta visión es falsa. Los estudios culturales no son un nuevo fenómeno en América Latina. Muy por el contrario. Los ideólogos de las independencias latinoamericanos, influenciados por el pensamiento iluminista francés, trabajaron a lo largo de estas líneas sin llegar nunca a conceptualizarlo como un pensamiento acabado o bien a definir sus rasgos. En su esfuerzo por elaborar una nueva epistemología desde la perspectiva de los países que se estaban configurando en ese momento, rara vez hicieron distinciones entre «filosofía,» «literatura,» «panfletos políticos» y otras formas de conocimiento escritural.
Asimismo, dada su herencia de «la ciudad letrada,» ejercieron casi total hegemonía intelectual y disfrutaron de gran respeto político, beneficiándose del poder explicativo de lo que Avelar llama «el aura tradicional del letrado» (12). Como sabemos, la frase «ciudad letrada» fue concebida por el crítico uruguayo íngel Rama. Los letrados no estaban compitiendo con los ideólogos porque ellos mismos eran los productores de capital simbólico. Su autonomía y formación les permitió sentirse cómodos en todo tipo de géneros, y cubrieron el terreno actualmente circunscrito por las disciplinas tradicionales.
Los letrados fueron en su mayoría criollos nacidos en las colonias hispanoamericanas. Fueron asimismo los primeros protagonistas de las esferas públicas nacionales en el hemisferio. Descritos por Román de la Campa como intelectuales cuyo apetito de poder cohabitaba con actos aislados de transgresión literaria (74), intervinieron para legitimizar las narrativas ejemplares de formación nacional e integración en el proceso de construir la nación como entidad simbólica, constituyendo los imaginarios nacionales por medio de discursos, símbolos, imágenes y ritos. Los letrados se imaginaron a sí mismos en la vanguardia del progreso, jugando papeles que integraban los de líder militar, profeta, sacerdote, juez y hombre de letras.
Todos estos se vinculaban a una carrera política activa y a consideraciones políticas. La producción literaria del siglo diecinueve estableció una hegemonía ideológica que interpelaba a los individuos y los transformaba en sujetos identificados con la formación discursiva nombrada por el letrado.
Siguiendo esta lógica, podemos decididamente argumentar que desde principios del siglo diecinueve los pensadores latinoamericanos produjeron cierto tipo de conocimiento que articula los imaginarios colectivos y los códigos simbólicos enmarcados en diversas manifestaciones culturales escritas de variadas formas o bien en diferentes géneros según su contexto histórico, político y social. Esta es generalmente la definición reconocida de los estudios culturales como los conocemos hoy de manera general.
Los letrados decimonónicos estuvieron a su vez involucrados en una búsqueda intuitiva por una reorientación socio-semiótica de la comprensión de sí mismos y de su ubicación nacional en el mundo, mientras intentaban definir lo que la modernidad significaba para las jóvenes naciones latinoamericanas. Podríamos argumentar entonces que los estudios culturales latinoamericanos se iniciaron con la lucha por la independencia de España y citar al primer novelista mexicano, José Joaquín Fernández de Lizardi, al poeta venezolano Andrés Bello y al filósofo centroamericano José Cecilio del Valle como ejemplos de sus primeros exponentes.
En su conjunto, no nos sirven para nuestro propósito de identificar el inicio de una genealogía cultural latinoamericana porque, durante la mayor parte del siglo diecinueve, los letrados escribieron prioritariamente sobre asuntos nacionales y no sobre asuntos hemisféricos o latinoamericanos. De hecho, recordemos que el nombre «América Latina» ni siquiera apareció sino hasta en la segunda mitad del siglo, y en francés. La frase Amérique latine fue articulada por primera vez en Lettres sur l»Amí¨rique du Nord del emperador Napoleon III como la justificación de un objetivo expansionista que condujo a la invasión de México.
Por ello el pensamiento latinoamericano se suele iniciar con el ensayo Nuestra América (1891) del poeta cubano José Martí que fue publicado en Nueva York y luego en la ciudad de México, y con el Ariel (1900) del ensayista uruguayo José Enrique Rodó. Es en estos dos textos con metas transformativas y éticas que el interrogante sobre lo que significa ser un sujeto moderno latinoamericano en tanto que tal, emerge por primera vez en una perspectiva que podríamos definir hoy como interdisciplinaria, con el agregado de que ambos textos hicieron actos de presencia aun antes de que existieran las disciplinas tradicionales en el continente.
Las problemáticas y metodologías de los estudios culturales latinoamericanos por lo tanto anteceden el campo de los estudios culturales en su conjunto. Pese a ello, se centran también en los temas del colonialismo y el postcolonialismo, aunque en relación a la identidad latinoamericana. Los mencionados ensayos configuraron intuitivamente un pensamiento nuevo, un evento, un encuentro y una respuesta mucho antes que el modelo de Birmingham, tradicionalmente acreditado con la invención del concepto de «estudios culturales» en los 1950s, gracias a los esfuerzos de Stuart Hall y de Raymond Williams, o bien la escuela francesa de estudios culturales que emergió en los 1960s -Barthes, Benjamin, Althusser, Rancií¨re, Fanon y Bourdieu, cuyo trabajo enfatizó el papel de la práctica y encarnación de las dinámicas sociales- hicieran su aparición.
El filósofo guatemalteco Roberto Rivera ha sugerido que uno de los predicamentos de los intelectuales neo-coloniales es el de verse obligados a tomar prestadas una serie de teorías que no fueron diseñadas para tratar las cuestiones que ella/os más ansiosamente desean resolver. Como resultado de lo mismo, una de sus inesperadas consecuencias ha sido el que los latinoamericanos hayan inventado productos culturales que se parecen en mucho a conceptos que los europeos sólo descubrirían después. Rivera cita la concepción neo-platónica de Sor Juana Inés de la Cruz, el diseño del panopticon disciplinario por Juan José Arévalo y el estructuralismo por parte de Octavio Paz en El laberinto de la soledad entre sus ejemplos de este proceso.