Confesiones de un chapí­n atí­pico o destruyendo mitos


Milton Alfredo Torres Valenzuela

He de confesar que soy un mal chapí­n. Primero porque no siento y nunca he sentido la necesidad de reivindicar ninguna identidad relacionada con ese concepto obtuso de guatemalidad. No me gusta el Pollo Campero ni me importa si abren sucursales en la Antártida o en la Luna; tampoco me gusta el fiambre (comida ambigua que no define ningún sabor); no me identifico con ningún equipo de esos que llaman Rojos o Cremas; la Selección Nacional de fútbol me importa un pito, ganen o pierdan, porque siempre he pensado que son malos deportistas, conformistas y presumidos que apantallan con victorias pí­rricas a los aficionados ingenuos que siempre están al tanto de sus mediocres hazañas, creo además que el fútbol es un deporte viciado y determinado por intereses mafiosos en todas partes del mundo, además me atraen más los deportes individuales que los colectivos; nunca he ido al estadio Mateo Flores; la marimba es un instrumento maravilloso pero no puedo escuchar más de tres o cuatro melodí­as porque luego me empieza a fastidiar su sonsonete siempre predecible y monótono. La música hecha para orquesta sinfónica, interpretada con nuestro instrumento nacional, es una abominación estética. Casi lo mismo puedo decir de la Semana Santa: sus marchas fúnebres son extremadamente lastimeras y trágicas, reinando además el mal gusto en las alegorí­as que acompañan a las imágenes y en muchos detalles del cortejo procesional, por ejemplo: cucuruchos fumando, estandartes con linternas de baterí­as colgando de la punta de los mismos como péndulos, otros cucuruchos cargando y hablando por teléfono celular, disfraces de romanos desproporcionados, con armas mal hechas y sin la marcialidad que los personajes exigen y, sobre todo, la luz artificial (a veces halógena) que confiere una sensación de circo o carnaval a las imágenes, a la vez del ruido de los motores que producen la energí­a eléctrica y que cierran estridentemente cada cortejo procesional. Lo cachureco se lo dejo al chapí­n tí­pico.

La mayorí­a de nuestras canciones son cursis (como casi todas las canciones latinoamericanas) y, en su mayorí­a, no pasan de cantarle al paisaje, a las mujeres bonitas y a los hombres valientes. Arjona, aunque no toque esos temas, también es un compositor cursi, con letras que aspiran a ser poesí­a pero que no se levantan del suelo de lo trillado, es decir del lugar común, de la metáfora y lo absurdo fácil, elaborado a base de comparaciones ramplonas cuyo eje semántico se centra en la paradoja burda y simplona. Nada significa para mí­, su más reciente premio.

No sé quién ni cuándo empezó a creerse que nuestra cerveza era muy buena. Como dijo un escritor salvadoreño refiriéndose a la propia, es más bien diarreica, como el aguardiente por el cual sienten nostalgia nuestros compatriotas que viven en Estados Unidos de América.

En todo caso, hay muchos mitos relacionados con el concepto de chapí­n susceptibles de profunda y honesta revisión por quienes como yo creemos que la guatemaltequidad es una construcción e imposición multiforme de una tradición que muchas veces se impone sobre la conciencia y actitud de quienes habitamos y somos ciudadanos de este paí­s. Motivos para el nacionalismo hay muchos, aunque creo que en la medida en que podamos ubicarnos en una esfera universal y ser ciudadanos del mundo desde nuestra particularidad, en esa medida podrí­amos madurar sin caer ni pasar angustiosa o ridí­culamente por las actitudes infantiles que conlleva el nacionalismo extremo.