Hace un siglo vivíamos bajo una de las tantas dictaduras de la historia del país, caracterizada dentro de otras cosas por la magnánima forma de otorgar concesiones para que todo lo público fuera explotado por intereses privados. El transporte por ferrocarril, la electricidad, las comunicaciones y hasta el manejo de nuestras tierras para la producción de banano se había dado a extranjeros para que explotaran la actividad económica en su propio beneficio. Y, por supuesto, se producía también el manoseo constitucional para perpetuar en el poder, contra lo que establecía la misma Constitución, a los tiranos que se enseñoreaban de vidas y haciendas.
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Cuando uno ve cuán cíclica puede ser la historia nos damos cuenta de que estamos volviendo a situaciones como las que en su momento dieron lugar a las jornadas de marzo de 1920 o las de octubre del 44. Porque nuestra Constitución sigue siendo lo que don Lorenzo Montúfar categóricamente describió como una jaula de hilos de seda para contener al león africano que él veía en el intempestivo y arrogante carácter de Justo Rufino Barrios.
Nuevamente los hilos de seda de la Constitución están a punto de rasgarse porque las ambiciones hacen que la prohibición constitucional para que sean inscritos algunos candidatos será mandada por la borda, ya lo verán, cuando el caso llegue a una Corte de Constitucionalidad integrada en forma ad hoc. Y veremos cuán delgados son esos hilos de seda, puesto que no habrá forma de contener ni a leones ni a leonas dispuestas a hacer lo que se les viene en gana no obstante que no hay forma de poner en tela de duda el mandato clarísimo del precepto constitucional.
Precisamente una de las preocupaciones que han tenido los constituyentes en Guatemala a lo largo de la historia ha sido precisamente el de las reelecciones y la alternabilidad en el ejercicio del poder. Por ello se prohíbe de manera tan categórica que quien haya desempeñado la presidencia pueda volver a hacerlo o que los parientes de quienes ejercen el poder puedan aspirar a una candidatura, puesto que todo ello rompe con la tradición que se trata de preservar constitucionalmente de no reelección y, como dirían los mexicanos, sufragio efectivo. Y es que se entiende que no puede haber sufragio efectivo cuando quien ejerce el poder real está participando en la contienda, elemento fundamental para entender el espíritu de la norma que rige la materia.
Todos los dictadores han tenido la idea mesiánica de que ellos son los únicos aptos y competentes para gobernar al país. Por ello es que si están fuera del control, consideran que se ha perdido el tiempo, mídase éste por décadas, lustros o por centurias. Lo cierto del caso es que en medio de su arrogante endiosamiento no admiten que nadie más tenga ni la capacidad ni la entrega para ejercer las funciones públicas y de allí se deriva esta tendencia a la reelección, a la prolongación de mandatos sea de manera directa y personal o mediante la designación de parientes que «continúen su labor». Hay, por supuesto, casos en los que el que es mandado no es culpado, como decíamos antes de patojos, tal y cual parece ser ahora porque la idea no es que alguien continúe la labor, si que quien manda siga mandando.
Un pueblo que no se preocupa por convertir a su Constitución en algo más que una débil jaula de hilos de seda, sufre las consecuencias y lo pueden atestiguar las generaciones que soportaron a los Rafael Carrera, a los Rufianes Barrios, a los Estrada Cabrera, los Jorge Ubico y la sucesión de dictaduras de Arana, Laugerud, Lucas, Ríos Montt y Mejía.