Realmente me da pena el papel que está jugando el doctor Eduardo Meyer en la presidencia del Congreso de la República porque lo conozco desde sus años de Secretario General de la Universidad de San Carlos, cuando Roberto Valdeavellano era el Rector de mi alma máter y tanto cuando él mismo fue Rector como cuando ejerció el cargo de Ministro de Educación desempeñó un papel decoroso. Sin embargo, la Presidencia del Organismo Legislativo, que debió ser el broche de oro para cerrar su papel en la gestión pública, se ha enturbiado de tal manera que saldrá de ese puesto sin ninguno de los méritos que antaño se le reconocían.
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Es difícil pensar que lo haya mareado el poder porque destacó en sus años mozos ocupando importantes cargos y uno pensaría que al ocupar una alta posición a estas alturas de su vida, hubiera tenido especial interés por trascender, por dejar para la posteridad un nombre sin tacha y con proyecciones que obligaran a recordarlo como un buen servidor público. Creo que al doctor Meyer lo pueden haber perdido los asesores que lo rodearon en esta oportunidad y que le fueron llenando la cabeza con babosadas como esa de invertir, en plena crisis económica afectando a la población, cientos de millones en la construcción de un complejo de edificios para albergar al más desprestigiado de los organismos del Estado.
Pero quien de plano lo terminó de hundir fue el asesor que le dijo que ocultara los nombres y sueldos del personal que el Congreso ha contratado tanto para asesoría del mismo doctor Eduardo Meyer como de las bancadas y comisiones, porque le dijeron que usara un argumento absolutamente deleznable, no sólo desde el punto de vista legal que al fin y al cabo no es área que sea de dominio ni competencia del galeno, sino también desde el punto de vista ético y de respeto a la inteligencia de la población. En efecto, quien le dijo que usara el argumento de que por las condiciones de violencia no se puede dar a conocer lo que ganan los asesores pasó por alto que la Constitución establece el carácter público de todos los asuntos de Estado. Aun sin formación jurídica, el doctor Meyer tenía que recordar el artículo 30 de la Constitución de la República que establece que todos, léase bien, todos los actos de la administración son públicos, salvo los militares y diplomáticos de seguridad nacional o datos suministrados por particulares bajo garantía de confidencia, situación que no se aplica, por supuesto, a quienes están contratados por el Estado como asesores con función pública.
En el caso del desvío de fondos el doctor Meyer tiene la excusa de que en el mismo no aparece su firma, pero tuvo que estar enterado de dónde estaban 82 millones de quetzales que forman parte de lo que llaman los ahorros del Congreso. El Secretario Privado, con un largo historial de trinquetes, fue nombrado por el mismo doctor Meyer quien lo mantuvo en el cargo a pesar de las advertencias que muchos le hicieron. Si el presidente del Congreso no se había enterado de la transacción, lo primero que tiene que hacer es darle gracias a Dios que no se esfumaran con el dinero que por ley estaba bajo su responsabilidad.
Hace algunas semanas se dijo que el doctor Meyer buscaría su reelección. Al paso que va, se puede considerar dichoso si termina su período y para eso con el desgaste irreparable que acabó con su anterior prestigio. í‰l dijo alguna vez que prestigiaba al Congreso por su hoja de vida; ¿Será que aún piensa lo mismo?