La mañana del martes anterior, cuando con colegas columnistas nos apostamos frente al edificio del Congreso y mientras unos trapeaban el piso, otros restregaban las paredes y unos más limpiábamos las puertas del inmueble, para protestar por la elección de seis abogados sobre los cuales pesan graves señalamientos de actos reñidos con el ordenamiento jurídico, pensé que no estábamos haciendo lo correcto.
eduardo@villatoro.com
  Ya con muchos años sobre mis hombros me recordé de las manifestaciones de protestas callejeras en las que participé, incluso cuando decenas de reporteros portando pancartas exigimos a voz en cuello el aumento de salarios y el reconocimiento del Sindicato de Trabajadores de los Medios de Comunicación Social, lo que obtuvimos en pleno desafío al gobierno militar de la época.
   Pensaba esa mañana que quizá sólo estábamos haciendo el ridículo y que éramos el hazmerreír de los diputados que se confabularon para incluir entre probos juristas a deshonestos abogados que se burlan de la Ley, especialmente una cínica magistrada, para integrar la ya desacreditada Corte Suprema de Justicia, porque ni editoriales, artículos de opinión, análisis ponderados, críticas de la sociedad civil, presiones de la comunidad internacional, evidencias mostradas por el comisionado de la CICIG ni declaraciones del propio Secretario General de la ONU habían logrado hasta entonces convencer a los congresistas de dar marcha atrás en su primaria decisión, hasta que intervino la Corte de Constitucionalidad, con el magistrado Francisco Flores a la cabeza.
  De pie frente al grisáceo edificio donde se reúnen los padres de la patria -dicho sea sin el menor asomo de sarcasmo- reflexionaba acerca de lo que habrían pensando en el momento de votar inicialmente algunos honorables diputados amigos míos que se habrían plegado a la mayoría de los parlamentarios para favorecer a los abogados señalados de carecer de honorabilidad.
  Mientras mujeres columnistas se afanaban en intentar sacar la mugre de la banqueta y articulistas varones hacían tareas similares, en un momento dado pensé en el diputado José Alejandro Arévalo y me recordé de su paso por el Banco de Guatemala, cuando fungió de subgerente y posteriormente de gerente, derivado de sus méritos profesionales, su integridad personal y sus entrega sin regateos al trabajo constante, incluyendo fines de semana y días de asueto.
  Me pregunté, entonces, cómo era posible que un profesional de las ciencias económicas que fue director del Banco Centroamericano de Integración Económica y que ocupó el despacho de Ministro de Finanzas pudo haber votado por una abogada a quien, entre otros todavía supuestos delitos, se le acusa de haber recibido Q200 mil por emitir un fallo tipificado de prevaricato.
  También me recordé de otro diputado amigo y paisano mío a quien se le ha considerado una persona de acrisolada honradez. Un ciudadano que abandonó la comodidad de su hogar y hasta casi pierde su mediana empresa por dedicar su fuerzas y capacidad en la alcaldía municipal de la cabecera departamental de San Marcos. ¿Votaría -cavilaba yo- el ingeniero Daniel Caballeros por alguien que pretendió dejar en libertad a los culpables del asesinato cometido contra el obispo Juan Gerardi?
  Retorné a la casa que habito más frustrado que esperanzado. Impotente. Iracundo conmigo mismo por no tener la edad, la fortaleza física y el valor desenfrenado de mi juventud, para contribuir a evitar que abogados ávidos de poder y huérfanos de vergí¼enza llegasen a ocupar una magistratura en la CSJ, y para sustituir este sistema que humilla y vulnera nuestra dignidad de hombres libres.
  Pero valió la pena la protesta, después de todo ¿O no?
(Romualdo Tishudo cita a Martin Luther King: -No me preocupa el grito de los violentos, de los corruptos, de los deshonestos, de los que carecen de ética. Lo que me preocupa es el silencio de los buenos).