Este fin de semana, de vuelta nuevamente en la Casa de Dios, volví a experimentar esa sensación de enorme comodidad que vengo sintiendo desde el pasado 13 de marzo, cuando tras la fumata blanca en el Vaticano se supo de la elección del cardenal Jorge Mario Bergoglio como nuevo Pontífice de la Iglesia Católica. Y es que el Papa Francisco es como una corriente de aire muy fresco que con pequeños detalles y actitudes, marca una enorme diferencia y abre espacios para pensar en una transformación que devuelva a la Iglesia su sentido original de comunidad que se habría de distinguir por la forma en que sus miembros se aman unos a otros, es decir, se respetan y tratan como verdaderos hermanos.
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Justo en los días de la renuncia del Papa Benedicto estaba leyendo una obra que se centra en el brevísimo pontificado del Papa Juan Pablo I, el cardenal Albino Luciani que apenas permaneció 33 días en el Trono de San Pedro. Me impresionó entonces leer con detalle la forma en que este risueño Obispo de Roma se propuso entrarle a los problemas más serios que encontró en la anquilosada y politiquera curia vaticana, no muy distinta a la burocracia corrupta, ambiciosa y manipuladora de cualquier otro Estado. Más que cualquier otra cosa, sus decisiones sobre el obispo Paul Marcinkus, jefe de la banca vaticana que actuaba como muchos banqueros del mundo, lavando dinero y amasando utilidades gracias a la falta de escrúpulos. Por cierto, se dice que en la noche previa a su súbita muerte, que sigue siendo un enorme misterio porque nunca hubo ninguna investigación sobre las verdaderas causas del deceso, entregó al Secretario de Estado que había heredado de Paulo VI varias instrucciones, entre ellas la destitución de ese obispo lo que hubiera abierto las puertas a la justicia que lo venía reclamando por su cuestionable proceder.
Luciani no quiso usar la silla gestatoria ni vestir con el oropel propio de los Pontífices en su investidura. Igual que Francisco, desde el principio demostró su humildad y sencillez, lo que nunca debe confundirse con inocencia para encarar las dificultades que significa dirigir a una iglesia que a lo largo de dos mil años de historia ha tenido altibajos y que en ocasiones ha tenido oportunos golpes de timón para reencontrar su rumbo, siendo el último de ellos el que dio Juan XIII cuando convocó al Concilio Vaticano II cuyas conclusiones necesitan ahora una renovación con el mismo sentido.
Estar en la Casa de Dios siempre es reconfortante y alentador, pero más cuando uno siente la ilusión y la esperanza de que su fe no estará siendo desvirtuada por los manejos ocultos y secretos de una curia vaticana que se ha acomodado al ejercicio del poder y que actúa como cualquier grupo social que vive sus propias ambiciones y se desvela por la protección de sus privilegios, de los que considera sus cotos particulares en los que nadie puede ingresar, ni siquiera un Pontífice “fuerano” que no entiende esos cotidianos juegos de poder.
Sin duda que ahora, más que nunca, la presencia de Dios en la Casa de Dios se siente en una forma especial porque volvemos a sentir que es cierto que el fundamento de nuestra fe está en esos sentimientos de hermandad que como Hijos de Dios todos tenemos que mantener. El Papa no quiere que las miradas se centren en él ni quiere ser el centro de la fe; simplemente es un instrumento del Señor y por ello es que se sienta en la última fila de la capilla de su residencia para orar junto a los jardineros y conserjes por sus intenciones particulares.
Y una de las intenciones por la que yo rezo ahora más intensamente es para pedir que Dios proteja y preserve a un Papa que está rompiendo moldes anquilosados. Ojalá la intercesión de Juan Pablo I le cuide y le ayude.