Los presidenciables, como políticos adquieren grandes compromisos. Su participación implica costos elevados, y es obvio, una fuerte inversión que de ganar el alto cargo, después debe pagar la factura, Inexorable compromiso de algún modo.
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De esa suerte llega al solio con las manos atadas a los financista grupales, o bien a título personal. Por lo tanto sobrevienen los invariables amiguismos de inmediato, y otra situación peor aun, el absurdo y dañino nepotismo no hay de otra.
Estos insalvables compromisos para el triunfador aparejan una verdadera rémora; en resumen queda al servicio incondicional de quienes hicieron posible con sus aportes monetarios palabra mayor, sufragar aquellos gastos fuera de serie.
A propósito, es de dominio público cuánto representa en términos económicos el valor de la publicidad y propaganda de rigor. Mismos que cubren sin tope, todo el proceso electoral en los diversos ámbitos de nuestro país irredento.
Los compromisos, aparte de ser cumplidos al pie de la letra posteriormente, no quedan similares al secreto de Estado, tipo Pentágono. Al contrario, trascienden en el acto mismo y son el arma esgrimida en cualquier momento por la oposición.
Así las cosas, el presidente electo en la primera o segunda vuelta, deja por un lado su condición de representante de la unidad nacional. Dichos compromisos adquiridos lo identifican, se quiera o no, con los sectores financistas, como deuda de juego.
En esa línea de pensamiento la historia tiene repetición mediante el agregado de una forma corregida y aumentada. De consiguiente gana espacios la politiquería recalcitrante que borra de un solo plumazo la «fiesta cívica».