El amor al Ejército debe ser algo así como el que algunos sentimos secretamente por la Iglesia. Una atracción fatal que mortifica pero permite la vida. Un enemigo necesario, un adversario deseado, un odio que estructura lo más íntimo. Imposible pensar la vida sin ese otro antagónico no superable.
Este amor-odio por lo castrense es lo que motiva, cuando las circunstancias se presentan, a ser dóciles con los comandantes del Ejército, a cuadrarse ante ellos y a sentir una voz interna que solicita obediencia. Exteriormente quizá se rechaza tanta sumisión, no se admitiría tanta vergí¼enza, pero en la práctica algunos no son sino buenos corderitos con el cayado que los guía.
¿En qué momento nace tanta indignidad? No lo sé exactamente, pero puede aventurarse que el trato de un padre autoritario quizá abone el terreno para una existencia de reptil. Puede deberse también a los juegos infantiles con soldaditos que muchos adultos jugaron y en su vida adulta no aprendieron a superar. Quizá también, ¿por qué no?, la religión con su prédica de sumisión y obediencia absoluta a un Padre que lo pide todo (el caso de Abraham es paradigmático) sea la causante de una enfermedad que prácticamente para algunos es incurable.
Los psicólogos tienen mucho campo en la explicación de esta deformación de nuestra personalidad. Por una parte, del diente al labio, manifestamos odio hacia el Ejército. Somos sus críticos severos, nos revientan las armas, odiamos las órdenes y escupimos sapos y culebras contra los desfiles. Pero, por otro, cuando podemos, hacemos apología de la disciplina kaibil, nos ponemos piyamas verde olivo y deseamos la mano dura. De Dios lo que nos gusta es su ceño fruncido y su carácter de hierro.
Con tanta anormalidad congénita o aprendida ¿Por qué nos extraña que el presidente Colom ahora prometa al Ejército Q2 mil 200 millones para «el control territorial»? ¿Acaso no obedece su actitud dócil a esa otra parte de nuestra personalidad que manda obedecer a la menor señal de autoridad? El caso del Presidente es ejemplar no sólo por el dinero ofrecido sino por su actitud de echar el Ejército a cuanto campesino dé muestra de rebeldía.
Observe las contradicciones. Colom, el sacerdote maya, el que ha llenado las instituciones del Estado con banderas que representan la diversidad cultural, el amigo de los desarraigados y desmovilizados, el hombre de sensibilidad sin igual, es el que ahora nos revela (con sus actitudes) que el Ejército no es (ni ha sido) tan malo como algunos lo pintan. Para algunos esto es increíble, pero, quizá no lo debería ser tanto.
Luego de esto no se extrañe si lo ve reunido con los pastores de la Iglesia buscando consuelo, consejo y bendiciones. A uno se le acostumbra (repito, no sé desde cuándo) a bajar la cabeza, a ser humilde y, frente a los poderosos, a ser solícito. ¿Será el cumplimiento de la maldición hegeliana del «amo y el esclavo»? Es probable. Hasta yo mismo tengo temor y temblor de bajarme el pantaloncito un día, sin querer, digo yo.