Probablemente en ocasión anterior, hace varios meses, fui un tanto severo y hasta relativamente injusto cuando critiqué lo que entonces califiqué de indolencia del sociólogo Miguel Ángel Balcárcel por su desempeño en el cargo de comisionado presidencial para el Diálogo Nacional, es decir, encargado de contribuir a encontrar soluciones pacíficas y políticas a los conflictos socioeconómicos que afloran con frecuencia en el país, especialmente a causa de las posiciones rígidas, intolerantes y abusivas de representantes de empresas agroindustriales, confabulados con funcionarios del Estado, y conductas intransigentes y eventualmente desafiantes de dirigentes de comunidades que se sienten amenazadas, explotadas o invadidas por compañías transnacionales o domésticas.
Admito que me extralimité en mis apreciaciones al ignorar las limitaciones en que se desenvuelve el buen componedor, no tanto por culpa de líderes comunitarios que a veces persiguen más protagonismo público que el beneficio de sus coterráneos, sino de funcionarios muy cercanos al Presidente inclinados a que el Gobierno imponga sus reglas, por antojadizas e irreflexivas que sean, antes de acceder a entablar negociaciones encaminadas a resolver la conflictividad persistente, porque sus criterios ultraconservadores son tan cerrados, torpes y miopes que no les permiten visualizar más allá de sus narices, aunado a intereses pecuniarios que alimentan empresarios de mentalidad extremadamente mercantilista y codiciosa, para decirlo con presumible elegancia, en vez de decir componendas en las que es inherente las dosis de la corrupción.
Traigo a cuento estos farragosos párrafos, a propósito de declaraciones de Balcárcel, que minimizó el reportero, a raíz de una citación que atendió este consejero presidencial en el Honorable, al señalar con prudencia, pero con claridad que el Estado “hace mal las cosas” en lo atinente a su renuencia a estimular, ya no se diga valorar consultas entre los habitantes de poblados aledaños a proyectos de industrias extractivas, es decir, proyectos de explotación minera, pese a que es un compromiso del Estado de Guatemala, precisamente, por haber suscrito y ratificado el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo, en lo que atañe a las consultas comunitarias.
La mayor responsabilidad de que no se tome en consideración en este problema tan delicado, recae en los sabios magistrados de la Corte de Constitucionalidad que en dos oportunidades han resuelto negativamente las acciones que en este sentido han planteado organizaciones populares en defensa de sus intereses y de los derechos y deberes del Estado de velar por la equitativa explotación de los recursos naturales, sobre todo los no renovables.
Para resumir, nuevamente entran en pugna la Ley con la Justicia, por no decir la obsesiva compulsión ortodoxa de magistrados legalistas y algunos posiblemente comprometidos con abogados de firmas transnacionales, y su desdén por el bien común y displicencia ante el incremento de la conflictividad social.
(Un ingeniero minero de Canadá le comenta al capataz Romualdo Tishudo: –¡Qué fresca está la mañana! –¡Claro! –repone el jefe de la cuadrilla– Si es de hoy mismo).