Claudia


Eduardo-Blandon-Nueva

La ficción es habitualmente mucho más hermosa que la realidad.  Seguro que sí.  Inspirado en esa convicción he inventado a Claudia, una vecina de la que estoy profundamente enamorado y cuyo amor confieso a veces entre mis estudiantes.  Hablo de ella oportunamente y con afanes pedagógicos, me sirve de cuña cuando la clase está aburrida y los silogismos y deducciones ponen a los estudiantes al borde del suicidio.  Es en ese momento, cuando platico de ella y el teatro parece volverse natural.

Eduardo Blandón


            Si se da el caso de reflexionar sobre los actos morales y de paso tengo que hablar sobre la honestidad, explico el conflicto que me ocasiona Claudia cuando al verla todas las mañanas me roba un suspiro y me deja inquieto el resto del día.  “Es mi Dulcinea del Toboso”, les digo.  Es mi secreto amor, la persona que quizá ignora cuánto la amo y el desenfreno que produce en mí.

            Los estudiantes que están en esa edad en que las hormonas son un exceso en el organismo juvenil prestan atención al experimento sentimental y me preguntan muy en serio si no tengo problemas con mi esposa, si no pienso confesarle un día mi amor a mi Monica Belluci (“es igualita a ella”, les digo “o al menos así la veo”) o si ya me resigné a ese secreto amor.  Y yo les respondo, que mi formación religiosa y moral me impiden la transgresión y que por tanto me he resignado a verla muy puntualmente por las mañanas, antes que parte a su trabajo y los fines de semana cuando finjo lavar el carro.

            He repetido tantas veces la historia que hasta extraño no tener una vecina como la que describo.  Y ahora estoy tan enamorado también del nombre, Claudia, que me encanta descubrirlo entre mis estudiantes.  Si por acaso nunca he hablado de ella, digo: “Así se llama una persona a quien mi corazón se ha consagrado sigiloso y resignado”.  Lo cual provoca, por supuesto, risa y complicidad, curiosidad y punto de partida para conversaciones más relajadas.

            Todo se hace en nombre de la pedagogía.  No hay morbo en la historia ni afán de pérdida de tiempo.  Son licencias que a veces se dan tanto profesores, conferencistas, como curas, para despertar a la feligresía o al auditorio aburrido. Había un cura, por ejemplo, que en medio del sermón hablaba de las telenovelas que puntualmente veía (yo fui testigo de eso) o de las series de televisión que no se perdía en el convento.  Evidentemente, al buen pastor a veces se le iba la mano (o la boca) y hablaba más de Pedro el Escamoso que del Sermón de la Montaña, pero tenía su grupo de admiradores y admiradoras que se fascinaban con las prédicas a veces demasiado profanas.

            La historia de mi romance con Claudia trato que sea más mesurada.  No sé si lo logro.  Pero tengo la certeza de que los estudiantes no la pasan tan mal cuando les hablo del concepto de justicia en Platón, la monadología de Leibniz o las pruebas del Monologion de San Anselmo.  Ya lo creo.