Las comunidades rurales del país, mayoritariamente integradas por indígenas descendientes de los mayas, especialmente en el altiplano occidental y en el norte del territorio nacional, han tomado conciencia de sus derechos, abandonando la sumisión a la que han estado sujetas durante siglos de dominación, de suerte que cuando se abocan al régimen de justicia interna y no encuentran respuestas a sus razonables demandas, elevan su voz y plantean sus gestiones a instancias internacionales, para evitar que persistan las profundas desigualdades sociales y económicas y para defender sus legítimos intereses.
Desde que el Estado de Guatemala autorizó la explotación de oro y plata en San Miguel Ixtahuacán y Sipacapa en 2005, los habitantes de esos municipios de San Marcos se opusieron a esa actividad, pero se toparon con la comprometida indiferencia de altos funcionarios gubernamentales, devenidos en los más fuertes aliados de la empresa canadiense Montana Exploradora, S.A., y a la debilidad del sistema judicial, que tampoco atendió los justos reclamos de quienes representan a decenas de miles de familias cuya salud ha sido afectada por las sustancias tóxicas generadas por la explotación minera, pero ahora han sido amparados por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.(CIDH).
Simultáneamente, frente a un riguroso e imparcial estudio realizado por científicos de la Universidad de Michigan, Estados Unidos, que da cuenta de la existencia de metales tóxicos en la sangre y orina de habitantes cercanos a la mina Marlin, el señor Pedro Rosales, viceministro de Salud Pública y quien se supone que es médico, con la autosuficiencia propia de los que ocupan efímeros cargos gubernamentales, afirmó que «se hicieron dos investigaciones en el área, una epidemiológica, en la cual se encontraron condiciones de pobreza y casos de lesiones dermatológicas… pero se comprobó que los problemas de la piel no estaban relacionados con la actividad minera» (Prensa Libre del 19 de mayo).
Dicho en otras palabras, la investigación realizada por la acreditada Universidad de Michigan no tiene consistencia científica desde la óptica del Ministerio de Salud Pública, y por lo tanto no es cierto que los expertos hayan descubierto que las personas que habitan en las cercanías de la mina tengan niveles elevados de metales potencialmente tóxicos en la orina y sangre, tales como aluminio, plomo, mercurio, arsénico, zinc, cobalto y manganeso, que afectan el sistema nervioso central y dañan el aparato respiratorio y otras áreas del organismo humano.
En vista de que también funcionarios de los ministerios de Ambiente y Recursos Naturales y de Energía y Minas han hecho caso omiso de las protestas de los representantes de los habitantes de aquellos municipios del altiplano marquense, convertidos en defensores de Montana, y como tampoco el sistema de justicia de Guatemala atendió debidamente sus demandas judiciales, los pobladores de 18 comunidades afectadas no se cruzaron de brazos y plantearon su caso a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, la que solicitó al Gobierno la suspensión de los trabajos de explotación minera en San Marcos.
Como era de esperarse, la respuesta gubernamental ha sido débil y huidiza, intentado escabullirse de su obligación de velar por la salud de los habitantes de San Miguel y Sipacapa, y no faltará algún columnista ultra neoliberal que tilde a los científicos de la Universidad de Michigan de haberse convertido en ecohistéricos.
Pero ahora sí se ve una luz de esperanza al final del túnel que tiene atrapadas a familias aisladas de la salud, la educación y la justicia, sobre todo por la intervención de la CIDH.
(Reiterativo, el ambientalista Romualdo Tishudo le pregunta a un funcionario de Salud Pública: -¿Ya se enteró de la investigación que hicieron unos científicos gringos en Sipacapa? El burócrata replica: -Yoponoposepenapa).