CICATRICES


Hace algunos años Juan caminaba por las calles de una ciudad departamental, algo caliente habí­a perforado un costado de su espalda.

Para muchos la cotidianidad es una batalla, una constante lucha que se expande y se pierde hasta la muerte; cada individuo se sabe pieza del gran tablero donde los peones son sacrificados; algunos, para permanecer vivos, se aferran con uñas y dientes a las alternativas que se encuentren fuera o dentro de la ley.

Elmer Telon
etelon@lahora.com.gt

«La vida es una guerra donde se lucha contra la pobreza, la indiferencia y en la mayorí­a de los casos contra uno mismo» afirma Juan González, quien no es titular de ninguna cartera administrativa, ni activista de ninguna institución, sino uno de los millones de ciudadanos de a pie.

Una muestra al azar de los miles de Juanes González que circulan sin exigir ningún protagonismo en la vida pública o polí­tica de este paí­s; a diario nos encontramos con él sin darnos cuenta, camina en las aceras, aborda buses del trasporte colectivo, a veces los conduce, pero simplemente no lo vemos.

Lo que puede sugerir que Juan nunca ha tenido rostro, lo indudable es que él tiene una historia que contar, tiene muertos en la memoria, que en ocasiones lo persiguen por las noches, compartiendo su insomnio, ¿la razón? en una etapa de su vida Juan fue un sicario, se ganaba la vida arrebatándola.

Su historia

La estirpe de Juan desciende de la noche, nacidos en cuna humilde y mesa de hambre, por lo regular ví­ctimas de hogares accidentados, padres abusadores acostumbrados a cruzar la frontera de la sobriedad con exceso de frecuencia.

Un niño sin infancia como los miles que pululan por las calles, por lo regular de familia numerosa conviviendo en un mí­sero espacio de cuatro metros cuadrados, indudablemente con muchos deseos de fuga mamando del analfabetismo diario de un mundo inculto y rudo.

Cuando se le pregunta a Juan ¿cómo se recuerda de niño? responde «me recuerdo queriendo crecer rápido, querí­a ser grande para tener dinero y poder devolver los golpes que me daban.»

Aprendí­ a sobrevivir en condiciones degradantes, asegura, su infancia pasó sin enseñarle más que viví­a en una sociedad donde la indolencia impera y la injusticia se impone, donde las oportunidades son escasas y cada vez más selectivas.

Juan recuerda que intentó trabajar honestamente en los primeros años de su juventud, pero la paga era mala, en su hogar eran demasiadas bocas y estómagos hambrientos, «el dinero nunca me alcanzaba, así­ fue como me animé a hacer mi primer robo».

A los 19 años trabó relación con un grupo dedicado al tráfico de drogas, ese fue su primer trabajo, trasportar estupefacientes rumbo a la frontera, esta misma labor lo hizo conocer y crecer dentro de la estructura del desenfreno

Su primer asesinato

«Tení­a 20 años, para aquel entonces habí­a hecho vida con una colombiana que se dedicaba a la brujerí­a». Recuerda que un dí­a ella le contó que alguien le habí­a pagado muy bien por hacer un trabajo, el cual consistí­a en separar a una pareja.

«A través de la brujerí­a ella no lo logró, estaba afligida, decí­a que tení­a que separarlos, de lo contrario se las iban a cobrar», fue en esos dí­as donde ella le sugirió que se encargara del problema.

«Yo era un patojo en edad pero conocí­a gente, personas dedicadas a ese tipo de movidas, pero en aquel entonces no tení­amos dinero para pagar el trabajo, repite, así­ que tuve que pedirle ayuda a un amigo y él viajó conmigo rumbo a la cabecera de Huehuetenango».

«Ella me dio la información, cómo era, en dónde viví­a. Lo estuve esperando por dos dí­as», recuerda que les tocó dormir en el carro porque la ví­ctima no aparecí­a, hasta la tercera mañana, Juan recuerda cuando el vehí­culo que esperaba pasó a su lado, en ese momento asegura todo estaba escrito para el conductor.

«Encendí­ el carro y lo seguí­ hasta un punto en donde le crucé el carro, él se detuvo, yo me bajé con mi revólver en la mano, en ese momento ya estaba dispuesto a todo, le dejé ir cuatro tiros mientras veí­a cómo se llenaba de sangre»

í‰l todaví­a me vio directamente a los ojos y despacito los fue cerrando hasta que se murió, cuenta Juan con un tono de vergí¼enza, mientras asegura que esa imagen ha sido recurrente en su memoria todaví­a en los últimos años.

Ese fue el inicio dentro de una carrera que ascenderí­a con rapidez. Estima haber realizado trabajos similares en alrededor de diez ocasiones, refiriendo que las veces subsiguientes ya se sabí­a un asesino y supo manejarlo hasta el punto que disparar contra alguien se volvió sencillo.

«Si hay que derribar a alguien se derriba y no se voltea atrás, si es necesario arrebatar se hace y sin remordimientos, si existe la necesidad de matar, pues se mata, y ya» esa era la realidad que se enfrentaba rememora, era una forma de vida bien pagada, era un vicio codiciado.

En cuestión de horas yo me echaba un tiro (trabajo) por el que me pagaban de diez a quince mil quetzales, evoca, ya no podí­a pensar en trabajar con un sueldo de mil quetzales al mes, eso para mí­ era una miseria y yo ya conocí­a esa vida, y no estaba dispuesto a vivirla nuevamente, refiere.

Juan ingresó nueve veces a prisión por diferentes motivos, tenencia y consumo de droga, por asalto a mano armada, pero nunca por asesinato, esas cuentas eran solo de él y nadie más.

Justicia en un mundo sin justicia

Hace algunos años Juan caminaba por las calles de una ciudad departamental, dí­as después de salir de un encierro de meses, era un dí­a frí­o, el sol alumbraba en lo alto, pero el viento era persistente y helado, aquella mañana escuchó una explosión a sus espaldas y algo caliente habí­a perforado un costado de su espalda..

í‰l volteó inmediatamente y se encontró con un cañón dirigido contra su humanidad el cual detonó en tres ocasiones más, el hombre acostumbrado a disparar se desplomaba ví­ctima de las balas que su antigua amante habí­a pagado para eliminarlo, la colombiana no perdonaba que se le abandonara.

«Desperté al segundo dí­a con el estómago todaví­a abierto, tení­a sondas por todas partes, y una máquina trabajaba a mi lado, vi la muerte tan cerca, y experimenté un miedo profundo»

En esos momentos no se puede ignorar todo el daño y dolor que uno ha causado, yo no merecí­a seguir viviendo, refiere con una lentitud agonizante, lo justo es que muriera pero no pasó.

Dos o tres dí­as después murió un paciente que se encontraba a tres camas de la de él, sólo habí­a recibido un balazo, pero falleció recuerda, aquel dí­a me reconcilié con Dios.

El dinero que gané lo gasté en licor, drogas y mujeres, eran tiempos de abundancia, en la actualidad vivo en escasez pero con tranquilidad, refiere asegurando que desconoce qué habrí­a pasado en su vida de no haber visto la muerte tan cerca, lo más seguro es que mi viaje seguirí­a enfatiza.

La sociedad y la pobreza me empujaron en un camino equivocado que no supe cómo abandonar, piensa, ahora cuando veo los diarios y leo de tantos crí­menes, sigo pensando que es el reflejo de una sociedad injusta.

Lo triste piensa Juan es que cada vez más lo que él fue crece en jóvenes inexpertos que también vienen de cuna pobre y mesa de hambre, asegura que no los justifica pero él prefiere no hacer juicios al respecto.

«La gente afuera lucha su guerra, yo sigo con la mí­a, ya ve (muestra la cicatriz que se extiende a lo largo de su estómago), lo que ahora sé es que no quiero que me recuerden por lo que fui, finaliza.