Carlos Illescas


José Barrera

Sobre mi mesa de trabajo tengo, desde hace varios dí­as, un libro titulado Planto del poeta Carlos Illescas. El libro lleva una dedicatoria de puño y letra del autor, escrita en 1996, para un ex Rector de la Universidad de San Carlos y, por azares del destino que no viene al caso explicar, este ejemplar vino a parar a mi biblioteca. La dedicatoria está escrita con letra nerviosa, casi ilegible, como de médico. Si fuera grafólogo me gustarí­a especular que esos rasgos delatan a un hombre tí­mido, discreto, pero afable. Sin embargo, nunca conocí­ al autor por lo tanto es inútil conjeturar.


Desde hace un par de años no leí­a poesí­a guatemalteca contemporánea, en parte por la dificultad de acceder a ella, pues cuando se vive en otro continente esto puede ser tarea difí­cil. No obstante, luego de hojear con escepticismo el libro en cuestión, he de confesar que quedé atrapado por la intensidad de la poesí­a que contienen estas páginas. Lamentablemente nunca habí­a escuchado el nombre del autor, desconocí­a por completo su obra. Este creador, como sucede muchas veces, es casi un desconocido en su propio paí­s. Dicho lo anterior a pesar de la concesión a Illescas de la Orden Presidencial Miguel íngel Asturias en 1997. Uno tiene, sin embargo, la impresión de que ese homenaje llegó tarde; pero menos mal tal reconocimiento llegó y se dio por feliz iniciativa de un grupo de intelectuales del paí­s. Cabe entonces una pregunta: ¿quién establece los escalafones y determina la talla de un artista? ¿Quién, en nuestro ámbito, consagra a ciertas nulidades, pero ignora a un poeta como Illescas? ¿Quién pontifica sobre la dimensión de una obra, su importancia, su trascendencia? ¿Con cuáles criterios se encumbra a unos autores y se margina a otros? Hace algún tiempo que no me sumergí­a con tanto gusto en un mundo poético y, si ahora lo hago, es impulsado, atraí­do por la calidad verbal, la tersura de las estrofas, la altura del léxico, el estro, la profundidad filosófica de las reflexiones, la capacidad sintética y sintáctica manifiesta en estos poemas que, en este libro, se ofrecen al lector con logrado ritmo y acertada distribución.

No, nunca habí­a leí­do a Carlos Illescas, pero de inmediato, luego de leer algunos de los sonetos que componen el opúsculo, me pude dar cuenta de la capacidad del autor para esculpir sus poemas, para transmitir de forma directa, y esquiva a la vez, un panorama emocional, estético y vital que da la pauta de un creador consumado, en plena posesión de su talento, indudablemente habituado a batallar con el lenguaje, a luchar sí­laba a sí­laba con las palabras hasta lograr que cada una se pliegue a su voluntad y a la vez, de manera misteriosa, que cada vocablo conserve su original plasticidad, su fuerza primigenia de voz pletórica de significados e insinuaciones. Cada soneto está lleno de ritmo, un ritmo que parece brotar del lenguaje mismo, pero que oculta la enorme astucia verbal de su artí­fice, los mil y un recursos del poeta que se las sabe todas para confrontarse con la materia lingí¼í­stica de la cual se componen sus versos. Estamos, dicho en breve, ante un excelso conocedor de los vericuetos del idioma.

En Planto se trata, pues, de poemas que no se agotan en sí­ mismos, que luego de la lectura, a través de sus resonancias formales y semánticas, dejan abierto un cúmulo de preguntas, una sensación de cosa inédita e inacabada. Como su tí­tulo lo indica es una obra en la cual se tiende a cantar el lado aciago de la existencia. La sensibilidad del autor se hace evidente a cada paso. Es un mundo emocional sin claras fronteras delimitadas donde bien se le canta a un atardecer o a la mujer amada: «Tú me llenas de claros universos»; «Amor, te tengo aquí­ entre ceja y ceja», o bien, transgrediendo la lógica al redactar, se invierten los términos de la relación con las cosas: «Si la música que oigo me escuchara». En suma, somos testigos de una acendrada imaginación en diálogo sereno o angustiado con lo circundante y consigo misma. Estos son sonetos sorprendentes y hay en ellos versos que harí­an meditar hasta a un fí­sico: «la luz tallada en sombra que trajiste»; o aquel otro para mí­ inolvidable: «El tiempo es el dibujo de las cosas». Se nota el cuestionamiento ontológico de lo que le rodea. Es una poesí­a compuesta de lo que siempre se compuso la auténtica poesí­a: soledad, muerte, sensualidad y deslumbramiento ante la vida. Para muestra esta breve joya literaria:

DURA UN TIEMPO SIN TIEMPO

LXXVIII

He terminado de nacer, confieso

por propia voluntad haber venido

a un confuso mundo sin sentido

en cuyas celdas me debato preso.

Todo me aferra. Me destroza. Exceso

no resulta decir que cuanto pido

al pronto me es negado. Soy gruñido

de un tiempo que me roe hueso a hueso.

Para mí­ el alba es tí­sica figura;

en un figón, mendiga arrinconada,

trasmigrando un mendrugo con porfí­a.

Por favor desnaced al sinventura.

Encendedle las luces de su nada.

Liberadlo, por fin, de su mal dí­a.

¡Magní­fica sorpresa este libro! En pocas páginas estoy ante un artista memorable. Mi certeza nace de su obra misma. No hay aspavientos ni poses en estos versos, no están signados por dogma alguno, y su preocupación va desde lo más abstracto pasando por lo cotidiano y aparentemente simple hasta lo absurdo e inusitado; desde la reflexión sobre el oficio mismo del poeta hasta los ángeles y espectros que cruzan el sueño o el delirio. El tono de estos textos no es rebuscado, es interrogativo con lo que le rodea, pero – al menos en estas composiciones- se trata de una interrogación no contestataria o disconforme, sino más bien preocupada, y la cual da paso a una poesí­a sutil, de acento elegí­aco, tenuemente burlesca, a ratos obscura y hermética donde cada palabra adquiere una polifoní­a que acentúa su valor.

Es, en definitiva, una poética difí­cil, para iniciados, que reclama intrí­nsecamente la dignidad del oficio artí­stico estableciendo un espacio cerrado y privilegiado de refinamiento verbal. Eso es algo que sobresale en esta obra, pues apreciamos en Carlos Illescas un gusto evidente por los vocablos, un claro disfrute del lenguaje, caracterí­stico del buen poeta y no del recitador o juglar populachero. Estamos ante alguien que no se purga con palabras ni las usa para esconderse, sino que las sopesa con delectación y esmero.

Se encuentran en este poemario lí­neas, frases fulgurantes que vale la pena citar, son verdaderas iluminaciones en verso: «y al hallarte entiendo ser verdad cuanto yo invento», o bien esta otra de gozo y claro impulso metafí­sico: «Llorar podrí­a, oh Dios mí­o, esta mañana/ todo es belleza en calidad de cierto».

A veces las influencias afloran: «que vivo a mi pesar porque no muero»; verso con clara reminiscencia de Santa Teresa de ívila. Estas composiciones no están exentas de un recurrente tono contemplativo. En Planto también suenan a veces ecos fugaces de Vallejo, de Góngora, de Shakespeare y varios otros clásicos en especial sonetistas. ¿Pero qué importancia tiene establecer lo anterior para el disfrute literario verdadero? Esas posibles influencias no le restan una pizca de originalidad a sus escritos, al contrario, se la suman porque están bien incorporadas, integradas de manera natural, aunque -lo más probable- de forma inconsciente al discurso. En Planto las influencias a veces se dejan sentir, pero sin quebrar la voz del poeta. No estamos ante un creador aherrojado por la influencia de otro, sino ante alguien que ha llegado al cenit de su fuerza creativa y dice lo que tiene que decir con seguridad y propio estilo. La tradición está bien asimilada. Sonetos así­ no son fáciles de construir. Su artí­fice es un maestro, un hombre de espí­ritu cultivado, añejo y renovado a un tiempo. ¡Es un excelente alfarero moldeando sus estrofas! Se podrí­a decir de muchos de estos sonetos, crí­pticos y algo evasivos, lo que dijo Archibald MacLeish: «A poem should not mean But be» La metáfora ensaya la realidad. Se trata de comprimir, de expresar el mundo entre cuartetos y tercetos.

Me ilusiona e inquieta esta poesí­a con su nobleza, su desdibujado mensaje, su armoní­a. Vale la pena citar algunos sonetos por entero, demos otra vez la palabra respetuosamente al poeta:

XC

La rosa es inmersión, arquitectura;

presencia justa de una idea al tacto,

solar tragedia en un eterno acto

en el teatro del tiempo y la conjura

elaborada en la mañana pura

de morir y nacer, suscrito el pacto

entre el todo y la noche con exacto

sentido de lo eterno que no dura,

porque la rosa el cuerpo destituye

e ignora a dónde ir cuando se acaba

la idea exacta que al actuar aploma

es muy más duradera mientras huye

hacia el sentido atento si recaba

que el tacto morirá mas no su aroma.

El pobre Hamlet solo con un verbo

LXXXV

Nunca pude expresarte mis ocasos;

jamás, jamás decirte en qué medida

(o forma de revancha) fui a la vida

un cuajarón de niebla entre sus pasos.

Cómo decirlo si apuraba vasos

de absurda desazón en la bebida,

el lenguaje de un tenue matricida

narrado por idiotas o payasos.

Mí­rame hoy deshacerme en cada hoja,

desordenarle al árbol su ramaje,

labrar en cada hormiga la congoja.

Yo soy el muerto que perdió su traje,

aquel a quien jamás, jamás se antoja

denegarle la befa y el ultraje.

Carlos Illescas nació en 1918 en Guatemala y murió en 1998 en México, paí­s donde vivió desterrado desde la caí­da de Jacobo Arbenz y en el cual produjo lo mejor de su obra. Entre sus principales libros de poesí­a destacan: Alfa (1948), Friso de otoño (1958), Réquiem del obsceno (1963) y muchos otros. Pertenece a la llamada «Generación del 40» y más especí­ficamente al grupo «Acento», un grupo literario caracterizado por su insatisfacción social y permeabilidad a las influencias extranjeras.

Si hay un creador que merecerí­a ser mejor valorado y divulgado ese es Illescas. Lamentablemente la crí­tica literaria nacional duerme el sueño de los distraí­dos o, peor aún, de los oportunistas y arbitrarios. Poseemos, por lo general, con raras excepciones, una crí­tica ideologizada, simplona. A veces, incluso, marcada por cierto toque narcisista o de culto a la propia personalidad que, por increí­ble que parezca, ha resultado «exitosa». Sin embargo, quizá el futuro depare a Illescas un mayor y merecido reconocimiento de su obra. Si éste llega, aunque sea de forma póstuma, se habrá hecho justicia.