Carlos Figueroa y Edna Ibarra, asesinados por el delito de pensar (II)


Carlos-Caceres-Ruiz

Cuando el presidente írbenz fue derrocado por la intervención militar de Estados Unidos en Guatemala –aspecto reconocido por el gobierno estadounidense–, Don Carlos (autor del libro de cuentos: Un carruaje bajo la lluvia, Ediciones de Revista de Guatemala, Guatemala, 1959), tuvo que pasar a la clandestinidad y luego, disfrazado de campesino, atravesó la frontera Guatemala-México. En esta nación, los esposos Figueroa Ibarra y sus hijos pudieron vivir en paz. Durante su permanencia en esta nación Don Carlos conoció a un comunista judí­o neoyorquino, Mike Gorman, quien poseí­a una escuela de español para estadounidenses en México. “De esas clases –explica Carlos Figueroa Ibarra– y de eventuales trabajos de mi madre como maestra, vivimos los cuatro años que duró el exilio”. Posiblemente fueron esas etapas en que Don Carlos supo dejar asentada la identidad cultural de su pueblo.

Carlos Cáceres R.
ccaceresr@prodigy.net.mx

 


“Acaso mi madre murió como querí­a morir, al lado de mi padre, pues no la imagino viviendo sin él –enfatiza Carlos Figueroa Ibarra–. De carácter organizado, a veces enérgica, en el fondo tení­a una fuerte dependencia emocional del hombre a quien amó durante los últimos 30 años de su vida. En la mañana del viernes 6 de junio de 1980, mi padre le dijo que preferí­a irse solo al consultorio que ambos atendí­an. Mi madre insistió en acompañarlo. Diez minutos después ambos fueron arrasados por la metralla al servicio de la dictadura de Romeo Lucas Garcí­a. Hoy ambos yacen juntos en el sueño eterno. El tránsito de la vida a la muerte los encontró  agarrados de la mano”.

“Fue en esos años –explica Carlos Figueroa Ibarra– en los cuales mi madre observó una transformación polí­tica notable. Siguió a mi padre en la fundación, organización y actividades del grupo estudiantil de izquierda, la Asociación Pro Retorno al Humanismo (APRAH), en la cual mis padres convivieron con los que después serí­an esforzados militantes revolucionarios. Allí­ estaban entre otros Mario Botzoc Hércules, Carlos Orantes Tróccoli, Roberto Andreu, Mario René Matute, Marí­a Rodrí­guez, Sergio y Elsa Licardie. En el lado de los académicos, la lucha la encabezaban Carlos González Orellana, Rodolfo Ortiz Amiel y Héctor Cabrera”. Doña Edna compartió plenamente las ideas de Don Carlos y ambos participaron en las denominadas jornadas preinsurreccionales de 1962. Se enfrentaron a la Policí­a y en 1968 Doña Edna afrontó un golpe muy duro: la muerte en combate de Mario Botzoc Hércules, a quien ella le tuvo especial afecto.

Don     Carlos realizó sus estudios de normalista cuando el dictador Jorge Ubico habí­a militarizado los institutos públicos. Ahí­ conoció a Don Mardoqueo Garcí­a Asturias, Don Mardo, como le decí­a él. “Por mi querido amigo Jorge Mario Garcí­a Laguardia –continúa señalando Carlos Figueroa Ibarra– y por su madre, doña íšrsula, supe años después que Don Mardo habí­a sido ví­ctima de la dictadura ubiquista: conoció la cárcel y las humillaciones por no  plegarse a los besamanos que se acostumbraban en aquella época. Si hago referencia a Don Mardoqueo es porque pienso que, al igual que Mario Silva Jonama, Rafael Tischler o Eugenio Aragón, fue la enseñanza humanista de aquellos maestros quienes trataban de encender una luz en medio del oscurantismo, la que llevó a muchos jóvenes a tener un espí­ritu antidictatorial, antimilitarista y en no pocos de ellos, de vocación socialista e igualitaria. Siempre he querido igualar su condición humana, aunque me será muy difí­cil. Severo Martí­nez Peláez me dijo alguna vez que mi padre era la encarnación del equilibrio psicológico”. Debe señalarse la entrañable amistad que siempre mantuvo Don Carlos con Roberto Nocedo Arí­s, director del Colegio Guatemala.
“Años después de que mis padres fueron asesinados, recibí­ en mi casa la visita de un compañero de lucha de muchos años. Era el periodista recientemente fallecido, Enrique Parrilla Barrascout. Me contó  que en las últimas semanas  de su vida, mi padre sabí­a que la muerte estaba cerca”.
“El viernes 6 de junio de 1980 la dictadura de Romeo Lucas Garcí­a, a través del aparato del ejército autodenominado Ejército Secreto Anticomunista (ESA), acribilló a mis padres en su auto, después de perseguirlos varias cuadras. En agosto de 1994, 14 años después de aquel aciago dí­a, mis hermanos y yo tuvimos la tranquilidad suficiente para llevarlos al lugar donde están definitivamente sepultados. Habí­an permanecido durante todos esos años en un lugar prestado por una amiga de muchos años, Julita Urrutia. En agosto de  1998, les  hicimos un homenaje en el Cementerio las Flores en el que participaron unas sesenta personas, sus amigos y los nuestros. Colocamos una lápida que lleva por epitafio algo que escribió Jules Fucik, el comunista checo martirizado y asesinado por los nazis en Reportaje al pie de la horca, el texto que Fucik subrepticiamente escribió mientras cumplí­a su cita con el compromiso y con la historia: “Vosotros los que sobreviváis, no olvidéis”.