Soñaba con ser futbolista mientras comía mangos y guayabas en Los Pinos, un suburbio pobre de La Habana, pero los saltos que da ahora el cubano Carlos Acosta no son en una cancha, sino en los escenarios de los más célebres teatros y óperas del mundo.
El bailarín de 34 años narra en su autobiografía «No way Home», que fue lanzada el lunes por la noche en una velada en la Royal Opera de Londres, su infancia en La Habana y su recorrido hasta convertirse en una de las superestrellas del ballet mundial.
Monica Mason, la directora del Royal Ballet, el segundo hogar del bailarín cubano, tomó la palabra durante la velada, e hizo un encendido elogio del libro y de Acosta, quien es presentado como el sucesor del irrepetible Rudolf Nureyev.
«Carlos no es sólo un gran bailarín, sino un gran hombre», dijo Mason, nacida en Sudáfrica y figura respetada del ballet mundial. Carlos «es una enseñanza y un ejemplo para todos en el Royal Ballet», agregó.
Mason se acercó luego a la madre del bailarín, María Acosta, que viajó de Cuba para asistir al lanzamiento del libro, y le dijo que debía de sentirse «muy orgullosa de su hijo». La madre asintió, con sencillez, y se llevó la mano al corazón para expresar su emoción.
«Carlos tiene un corazón de oro, es un buen hijo», dijo a la AFP María Acosta, mientras Carlos, vestido de oscuro, saludaba y recibía abrazos del centenar de asistentes a la recepción celebrada en la última planta de la Royal Opera House, de cuyos ventanales se veía brillar las luces de Londres.
Es verdad que la historia de Acosta – el undécimo hijo de un hombre que vendía fruta en un camión en Los Pinos y «se quebraba la espalda para obtener un salario mensual para alimentar» a la familia – es excepcional en América Latina.
Nada predestinaba a este cubano, pobre, mulato, bisnieto de esclavos, a convertirse en uno de los más prodigiosos bailarines de la historia del ballet.
Así lo reconoce el propio Acosta, que relata en su autobiografía editada por HarperPress, como si lo contara de viva voz, su infancia llena de estrecheces, sin grandes sueños, excepto el de ser futbolista.
Lo que quería era jugar con el balón y hacer «breakdance», cuenta Acosta en su libro, que escribió en inglés y en español, y que hace sentir los olores, colores, sabores, de la isla caribeña.
Pero, pese a las pobrezas, evoca una infancia que estaba llena de momentos felices. «No tenía grandes sueños. Estaba contento con amigos, los bosques y las piscinas».
Fue su padre, que temía que se dejara llevar por una vida de vagancia y delincuencia, quien lo obligó a entrar a la escuela de ballet de La Habana, pese a sus protestas.
«Pero no ha sido fácil», dice el aclamado bailarín, que insiste siempre que «tiene que ser bueno, porque la danza es lo único» que tiene.
Acosta evoca los grandes momentos de soledad que ha tenido que aguantar en su travesía, lo difícil que fue someterse a la disciplina de la danza, sus primeros premios y sus triunfos en el mundo supercompetititvo del ballet, su eterna añoranza de Cuba y de la familia, sus retos pasados y presentes.
Y los retos siguen: Acosta se presenta esta semana en la Royal Opera en «La Bayadere» – una versión de un ballet de Marius Petipa -, la próxima semana en «Romeo y Julieta», y la siguiente semana en un espectáculo con el Ballet de Cuba, en el teatro Sadlers Wells, considerado el templo de la danza londinense.