Muchos estamos de acuerdo en que la prohibición de la fabricación, venta, distribución, importación y almacenaje de silbadores y canchinflines, fue oportuna y necesaria. Este producto año tras año causa enormes daños en la humanidad de innumerables gentes menudas.
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Hospitales y emergencias en general no se dan abasto para atender a heridos, quemados y hasta cercenados de los dedos durante la celebración de las festividades de Noche Buena, Navidad y Año Nuevo. Todo debido a la absurda quema de petardos y otros juegos pirotécnicos.
Cómo la contaminación ambiental en dichas conmemoraciones llega a volúmenes que sobrepasan cualquier estimación, lo mismo que el escandaloso ruido provocado. Lástima grande el dinero que arde y se desperdicia, en circunstancias por demás conocidas, con saldos rojos en la economía.
Si bien es cierto en esos días de animación, entusiasmo febril y al parecer una transformación conductual que concluye por ganar espacio el consumismo, corre dinero merced a un circulante devenido por el aguinaldo, sin embargo, la moderación debiera ser el norte colectivo.
¿A que se debió esa prohibición? Jamás es resultante de generación espontánea ni nada por el estilo. La Procuraduría de los Derechos Humanos (PDH) hizo diligencias ante la Corte Suprema de Justicia, que amparó provisionalmente a la institución de mérito.
De consiguiente, de la mano y por la calle, según acota la PDH y la DIACO se encargarán de los operativos en las ventas de aquellos objetos, verdaderas trampas mortales. En resumen sancionarán a quienes no cumplen con tal disposición de vender silbadores y canchinflines bajo escotilla, o sea ilegalmente.
No se crea que sólo en la ciudad capital, la mayor concentración humana se prohíbe todo el proceso que termina con los absurdos productos. También se extiende a todo el país y las multas abarcan desde los mil hasta mil 309 quetzales. Ojalá no le jueguen la vuelta a los que conforman los operativos de rigor.