El pueblo de San José Pinula era joven. Muchos de sus pobladores todavía recordaban cuando se le conocía como Hacienda Vieja. Ya se encontraba recostado tranquilamente sobre la Sierra de Canales, gracias a la cual recibía su clima característico. El aire frío podía calar hasta los huesos a quien no estuviera acostumbrado a su temple o a quien no llevara la ropa adecuada.

Universidad de San Carlos de Guatemala
Los altos árboles proyectaban su sombra sobre los campos que estaban poblados por copiosa cantidad de reses. Y es que la fortuna del pueblo se debía a la crianza ganadera. Cada propietario sabía que en la cercana ciudad de la Nueva Guatemala de la Asunción encontraría mercado para el ganado. Era fácil encontrar los rebaños listos para su traslado cuando se acercaba la feria de agosto, porque eran trasladados hasta los potreros que circundaban el pueblo de Jocotenango, junto a la capital. Sin embargo, la actividad no se limitaba a esa temporada del año. Todos los días, los oficiosos pobladores se dedicaban a ordeñar las vacas para producir varios de los productos que habían hecho famosa a la Hacienda Vieja: sus quesos y su crema.
Las cantarinas aguas del alegre riachuelo de La Iglesia regaban los campos al norte del poblado, mientras que al oriente y al sur, eran los tributarios del río Teocinte los que prodigaban la vida por sus alrededores. San José Pinula todavía no contaba con autoridades municipales, ya que había sido establecido como poblado tan sólo en 1851, pero había heredado el nombre de Pinula de los antiguos poqomames de la vecina Santa Catarina. Según algunos, ese nombre significa “lugar de guayabas” y, según otros, “agua de pinole o de harina”.
En ese pueblo vivían dos compadres, que se dedicaban al acarreo de carbón y leña para los vecinos. Su servicio era muy importante, ya que todos los hogares conservaban el calor de sus viviendas gracias a la leña y el carbón y, además, era indispensable para preparar la comida, pues todas las estufas se alimentaban con esos productos. Los nombres de los compadres eran Rafael y Miguel. Sus respectivas esposas, María y Marta acostumbraban bromear sobre sus nombres, ya que ellas llevaban los de las hermanas de Lázaro y sus esposos los de dos arcángeles.
El niño que había unido a las dos familias por el lazo del compadrazgo era Luis, hijo de Miguel y Marta, un pequeño de cuatro años que admiraba el trabajo de su padre y su padrino. Todos los días, Luis insistía en acompañar a Rafael y Miguel en su búsqueda por la recolección de leña. Ya había observado cómo su padre y su padrino cortaban las ramas inferiores de algunos árboles, cómo la apilaban mientras seguían con otros árboles y las trasladaban al pueblo sobre dos mulas que llevaban para el efecto y de las cuales una pertenecía a cada compadre. En otras ocasiones, Rafael y Miguel adquirían carbón y lo llevaban hasta San José Pinula sobre los lomos de las mulas. A pesar de la insistencia de Luis, Miguel nunca lo llevaba lejos de su casa.
Una mañana, Miguel y Rafael se internaron por los bosques cercanos al pueblo, en busca de la preciosa leña. Salieron tan temprano que Luis aún dormía y no tuvo la oportunidad de insistir en acompañarlos. Marta y María estaban muy ocupadas en la preparación de la fiesta de San José, a quien estaba dedicado el pueblo, y habían avisado a sus esposos que no les prepararían el bastimento del día. Usualmente el bastimento consistía en varias tortillas, que acompañaban con chile y sal, y uno o dos pedazos de carne de res, también salada, para que se conservara en buenas condiciones durante el recorrido de un día. Ambas mujeres habían escuchado en sus hogares, de sus madres y abuelas, que en un hogar podía faltar cualquier cosa, menos la tortilla y la sal, por eso siempre atendían a sus esposos con estos y otros alimentos. Sin embargo, se habían comprometido para ayudar en la preparación de la fiesta de San José y no podían faltar a su promesa. Sus esposos comprendieron lo importante de sus actividades y decidieron salir esa madrugada sin el bastimento.
El día de trabajo fue agotador. Como de costumbre, subir a los árboles y cortar algunas ramas, bajar, cortar las hojas, rajar las ramas para formar leños grandes, apilar los leños, subir a otro árbol y repetir el proceso por horas y horas, había producido en los dos hombres un gran apetito.
– Mirá Rafael, ya tenemos suficiente leña para hoy – le dijo Miguel a su compadre.
– Sí, pero cortemos otro poco porque tal vez llueva mañana y no podríamos seguir trabajando – añadió Rafael.
– Pero tampoco podemos cortar tanta que no podamos llevar en las mulas o en cacaxte, además no es época de lluvia – comentó Miguel.
– Bueno, pero siempre podemos apilar suficiente leña y guardarla en esa cueva y regresamos después – sugirió el compadre.
– Eso es cierto. “Hombre prevenido vale por dos”. Pero es que tengo hambre – añadió Miguel.
– Dejá de quejarte, yo tampoco he almorzado y sigo trabajando – señaló Rafael.
– Yo no he dejado de trabajar – respondió airado Miguel –, sólo te digo que tengo hambre.
– No insistás, que me estoy haciendo el loco con el hambre. Sigamos trabajando mientras alumbre el Sol.
– “No se tapa el Sol con un dedo” – sentenció Miguel – aunque nos hagamos los locos, tenemos que comer algo.
– Bueno. ¿Qué se te ocurre?
– Cacemos algo, qué se yo. Un conejo o un venado.
– No trajimos nada para pedirle permiso al Señor de los Cerros, mejor nos aguatamos y nos vamos a nuestras casas.
– Pero ya hicimos la ofrenda, desde hace meses.
– Pero esa ofrenda era por la madera para la leña, no por los animales de los cerros. Vos sabés que tienen dueño y eso se respeta – le recordó Rafael.
– Estoy seguro que la ofrenda al Señor de los Cerros que hicimos por la leña vale para un animalito para comer. Acordate que “barriga llena, corazón contento”. Además, no es para vender, sino para comer y tenemos necesidad – repuso Miguel.
– Dejate de refranes y sigamos trabajando.
– “A Dios rogando y con el mazo dando”. ¿No?
– ¡Que sigamos trabajando te digo! – continuó diciendo Rafael.
– ¡Está bueno! “Donde manda capitán…”
– ¡Ya! – interrumpió Rafael.
Al terminar el día, habían conseguido tanta leña que tuvieron que dejar en una pequeña cueva varias cargas, como para tres días. Miguel y Rafael sabían que eso les ayudaría por si llovía o si era necesario trabajar también en los preparativos de la fiesta de San José. Debido al exceso de trabajo se les hizo tarde.
– No vamos a llegar al camino real desde aquí – dijo Rafael.
– Es cierto, sigamos por este lado del cerro y pasamos al lado, así llegamos más rápido. Porque como no has dejado de hablar de la comida, tengo mucha hambre – le respondió Miguel.
– Es que “las penas con pan son buenas” – añadió Rafael.
– ¡Que ya no hablés de comida!
– Bueno, bueno. “¿Quién te hace rico? El que te mantiene el pico”… – continuó murmurando Rafael.
A pesar de conocer muy bien el camino y de acelerar el paso de las mulas, la noche los sorprendió en el camino, precisamente en el paso entre los dos cerros que conduce a San José Pinula. En ese momento, a una de las mulas se le reventó un lazo y la mitad de la carga de leña calló al suelo.
– No amarré bien el lazo – se lamentó Miguel.
– No – dijo Rafael, mientras observaba el lazo roto –, se reventó porque ya estaba gastado.
– Bueno, pues a rearmar la carga.
– Pero ya no hay más lazo y no se puede contener la carga con el pedazo tan corto que quedó – observó Rafael –. Yo ya no aguanto, voy a cazar algo para comer, porque en lo que componemos la carga se hace más tarde.
Mientras decía esto, se alejaba en dirección al bosque. Su compadre, sintiéndose culpable por la demora, no se atrevió a contradecirlo y le acompañó. En el interior del bosque, a poca distancia de donde habían dejado las mulas, alcanzaron a ver un venado pequeño, sin duda se había alejado demasiado de la madre. Ambos se colocaron en posiciones separadas y, utilizando sus machetes, alcanzaron al animal y le dieron muerte. Al poco tiempo, lo estaban asando. El tiempo invertido en la cacería y la preparación del animal los había retrasado más, por lo que decidieron pasar el resto de la noche en el lugar. Acomodaron las bestias, la carga y se acostaron junto a la fogata. Rafael no podía dormir, así que alcanzó a escuchar una conversación que le heló la sangre:
– ¡Me han matado un venado! Ya no tengo en qué recorrer mis campos ni mis milpas. Por favor, prestame tus perros para vengarme.
– ¡Cómo no! ¡Faltaba más! Usalos.
Entonces, Rafael despertó a Miguel y le contó lo que había escuchado.
– Seguramente fue una pesadilla por la cena. Dormite ya – le dijo Miguel.
Así lo hizo y, al día siguiente, continuaron su viaje.
Esa mañana, cuando llegaron a sus casas, Marta y María les contaron que, como a la media noche, unos coyotes habían entrado a los gallineros y que habían matado a todas las gallinas, sin comérselas. Miguel y Rafael se vieron a la cara y recordaron que fue, precisamente a esa hora, cuando Rafael escuchó la conversación en el bosque. El temor les hizo comprender que los Señores de los Cerros estaban molestos con ellos por no haber solicitado el permiso para cazar. Visitaron al zahorín del pueblo para que les ayudara, pues temían que pasara otra desgracia parecida. El zahorín les aconsejó que llevaran pom y lo quemaran en el cerro donde habían cazado, que ofrecieran sus disculpas al Señor del Cerro y, sobre todo, que no se olvidaran jamás de pedir su permiso cada vez que utilizaran uno de sus tesoros para vivir.