Cadáveres y heridos se hacinan en el mayor hospital de Puerto Prí­ncipe


Cientos de cadáveres se pudren al sol en el hospital central de Puerto Prí­ncipe ante la mirada impotente de los haitianos y en el jardí­n del centro médico, semiderruido por el terremoto, los heridos suplican por un médico y rezan para no acabar en el «patio de los muertos».


Sin guantes y con algodones empapados en alcohol para protegerse del olor a putrefacción, las familias buscan a sus seres queridos entre esta montaña de cuerpos, mutilados, semidesnudos, cubiertos de polvo y rodeados de moscas, con el anhelo de darles un entierro digno.

«Finalmente encontré a mi prima», afirma Jean-Lionel Valentin, señalando un cuerpo cubierto con una sábana blanca. «Pero ahora nadie me quiere ayudar a transportarla, los taxis intentan cobrarme una fortuna y voy a tener que dejarla de nuevo aquí­», explica.

El terremoto ocurrido el martes en Haití­, de 7,0 grados en la escala de Richter, devastó Puerto Prí­ncipe y dejó un saldo de decenas de miles de muertos.

«Â¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él?», se pregunta Florentine, citando mecánicamente la Biblia. «Dios debe estar encolerizado con nosotros porque nos ha golpeado con fuerza», repite, mientras aguanta las náuseas y busca entre los muertos a su hermana.

Familias enteras sorprendidas por la muerte yacen en esta morgue desbordada. Cada media hora, un camión de la policí­a local viene y arroja más cadáveres a este patio. Sin guantes, sin máscara y con la única ayuda de sus manos, decenas de voluntarios les ayudan en esta tarea.

«No he perdido a nadie de mi familia pero lloro por estas personas y por mi paí­s. ¿Cómo saldremos de esta?», se pregunta Alius Luc, ingeniero eléctrico, que ha acompañado a un amigo a la morgue.

«Hay que enterrar a los muertos para evitar que la ciudad se convierta en un gran foco de infección», afirma una enfermera contemplando desolada el espectáculo.

El hospital central de Puerto Prí­ncipe resultó tan dañado por el terremoto que ninguna de sus instalaciones se puede utilizar. Dos médicos haitianos se reparten, exhaustos, entre las decenas de heridos que han invadido el recinto del centro médico y esperan ayuda, acostados en el suelo o en colchones recuperados del hospital.

Ropas empapadas de sangre y restos de comida rodean a las ví­ctimas. «Doctor, doctor», sollozan al mismo tiempo cuando ven aparecer un médico.

«Les damos calmantes y los hidratamos con suero. Algunas heridas las suturamos pero por ahora no tenemos cómo hacer nada más con los más graves», lamenta el doctor Givenson Foite.

Numerosos heridos gritan incansablemente de dolor y se inyectan ellos mismos calmantes que encontraron en la farmacia del hospital. Algunos de ellos mueren finalmente desangrados ante el espanto de sus familias.

«No he visto a ningún otro médico. Todaví­a menos extranjeros. Dicen que los aviones de ayuda humanitaria llegaron. Está claro que no llegaron aquí­», afirma el segundo de los médicos, sin querer identificarse.

«No tenemos cómo operar, nada funciona. Hay que amputar a numerosas personas si queremos salvarles la vida», repite para sí­ mismo este cirujano mientras intenta sujetar con vendas el brazo roto de una niña de 10 años.

«Hubo doctores muertos y la escuela de enfermeras se derrumbó. Sabemos que muchos profesionales fallecieron. Otros están atendiendo a sus familias o a sus vecinos cerca de sus casas», explica Foite.

A su lado una mujer gime de dolor y muestra su mano, sólo sostenida al resto del brazo por algunos tendones.

«Pidan ayuda, que alguien de algún lugar del mundo venga a socorrernos», suplican los familiares a cualquier extranjero.