La mesa estaba servida anoche para que cualquiera de los candidatos que entienda el problema real de Guatemala lo abordara de manera sencilla y concreta. El modelo actual está agotado no sólo porque las instituciones necesitan refundación, sino porque los que podrían promover el proceso de cambio están cooptados por los vicios del sistema que se traducen en que cualquiera que llegue tiene que cumplir, ante todas las cosas, con el financista que le dio dinero para hacer la millonaria campaña que están ejecutando.
ocmarroq@lahora.com.gt
Guatemala requiere de cambios muy serios y evidentemente eso no forma parte de la agenda de ningún candidato porque tanto quienes se sienten ya en el guacamolón como los que esperan llegar dentro de cuatro años, se sienten satisfechos porque para ellos el sistema funciona de maravilla. Basta un buen acuerdo con los del pisto para estar en la jugada y eso es más que suficiente para que las principales fuerzas políticas apuntalen un modelo que les sirve a ellos.
Suger esbozó la idea de que había que cambiarlo todo y terminar con esa clase política que se aferra a los huesos, pero se quedó en el enunciado, acaso recordando que alrededor de él también están los mismos que hacen política como negocio y que pretenden defender ese modelo en el que los arreglos, los mandatos efectivos que se tienen que cumplir, no son con el pueblo soberano sino con el financista, el empresario que entiende que dar dinero a un político es una forma de apostar para hartarse con los privilegios.
Cada día escucho a más gente convencida de que gane quien gane el país seguirá igual porque todos prometen lo mismo y hacen lo mismo que han hecho otros candidatos ganadores en el pasado. Eso es resultado de que el problema no está en los candidatos sino que está en un sistema que pervirtió la democracia. Y de una u otra manera todas esas promesas que nos hacen en la tribuna pública, en la propaganda impresa, radial y televisada, es el aval que el sistema necesita para oxigenarse y continuar con rendimientos que ponen al Estado, a la sociedad en su conjunto, al servicio de pequeños y mezquinos intereses. No es extraño que el país vaya a la deriva, no puede sorprendernos que no tengamos una visión de futuro razonable, puesto que la única preocupación que cuenta, el único deber que no se puede soslayar, es el de devolver con creces la inversión al financista.
El Congreso de la República tendría que ser el instrumento del cambio, el mecanismo para lograr las reformas de fondo que se requieren para terminar con las desviaciones que nos mantienen sin norte ni horizonte, pero cualquiera con dos dedos de frente sabe que en ese Congreso, compuesto principalmente por “representantes†que pagaron para ser postulados y que tienen la prioridad de hacer negocios, nunca pasará una iniciativa que pueda poner en riesgo el sistema que les permite a los diputados eternizarse en el ejercicio de la función pública. Y por optimistas que podamos ser tenemos que darnos cuenta que el Congreso que viene será, por lo menos, igual si no peor que los que hemos tenido porque no existen razones de peso para suponer que esta vez los partidos políticos dejaron de lado las viejas prácticas para nominar a sus candidatos.
Guayo Villatoro decía el otro día que cada voto que se emita el domingo 11 de septiembre significa dos dólares para algún partido político. Más que eso, significa un aval a un sistema podrido que funciona perfectamente para un grupito que puso su dinero a trabajar durante la campaña para que le rinda dividendos a costillas de la desnutrición de nuestros niños y de la falta de oportunidades para nuestra gente.