Buenos Aires por ascensor


Ascensor Palacio Baloro, Avenida de Mayo, Buenos Aires. FOTO LA HORA: ARCHIVO

Por Oliveiro Coelho

Casi todos los ascensores son, o bien por su fealdad, o bien por su belleza -aquí­ no hay medias tintas- escenarios excéntricos: desprendimientos fortuitos de espacio en los que la temporalidad urbana se suspende o acelera. El pasajero circunstancial, de reojo, consuma una coqueterí­a fugaz o asiste al espectáculo de la vanidad ajena espiando a través de algún espejo. También duda -sí­, el ascensor es sobre todo un campo de incertidumbre, una trinchera urbana donde el prójimo amenaza- cuando alguien entra y una cortesí­a lábil, siempre insuficiente, pone tensión entre los pasajeros: «Â¿saludar?, ¿cómo?, ¿dónde ubicarse?, ¿preguntar, no preguntar?»


Hotel Alvear, Buenos Aires. FOTO LA HORA: ARCHIVOEdificio Kavanagh, Buenos Aires. FOTO LA HORA: ARCHIVO

De chico viví­ por más de cuatro años en un piso dieciocho. La mudanza a una torre de treinta pisos, fue una marca. El viaje en ascensor solí­a ser la parte más entretenida del dí­a. Un momento eterno: la gran promesa de diversión y aventura, antes y después del colegio, y un acceso a las dimensiones complementarias de la espera y el viaje. Corrí­a por entonces el año ochenta y seis y estar ante la botonera automática de una máquina que cerraba sus puertas en cuanto uno presionaba un botón, era para un niño algo parecido a manejar una nave espacial. El Out run de Sega, o la consola Atari que se conectaba al televisor eran, en comparación, juegos vací­os. Tocar veinte de los treinta y pico de botones -porque, además, habí­a subsuelos- y truncar el viaje de futuros pasajeros, bajar en un piso cualquiera, salir a un palier desconocido, observar las placas de profesionales que atendí­an afecciones fí­sicas misteriosas, atravesar puertas vaivén que daban a ascensores de servicio y a otro cuerpo del edificio, equivalí­a a recorrer, en horas de soledad, un castillo empinado. Recién muchos años después, viajar en ascensor se transformó en un hábito adulto que implicó un ejercicio problemático: el de la cortesí­a. Ese espacio habí­a dejado ser mental. Ahora era un intervalo indefinido entre lo público y lo privado.

Más allá de estos modales nunca bien codificados y diferentes en un edificio público que en uno de departamentos, y más allá los micromovimientos que cualquiera improvisa para no rozar a alguien o para mantener abierta la puerta automática -a riesgo de equivocar el botón y producir una catástrofe mientras alguien se apura a entrar-, podrí­a decirse que el ascensor es, cuando deja de ser una nave espacial, un escenario de pánico y lujuria: territorio fértil para la fantasí­a más dócil y para la escenificación del terror cinematográfico -atascamientos entre pisos, accidentes fatales-. También podrí­a trazarse una historia y un mapa de las ciudades si se piensa en el ascensor estéticamente, como objeto. Cada una de estas topadoras verticales, en las que se pueden rastrear todas las estéticas del siglo veinte, serí­a un tesoro oculto.

Sin esta invención mecánica, las ciudades hoy en dí­a serí­an muy distintas. Resulta obvio decirlo, pero este invento abrió posibilidades impensadas en la arquitectura: la inconmensurabilidad vertical, la ciudad en la ciudad. El laberinto tan ponderado por Borges se actualizó gracias a este invento de Elisha Otis, originado en la necesidad de transportar mercancí­as y, en definitiva, en el desarrollo exponencial del capitalismo tras las revolución industrial. Probablemente ningún invento haya tenido tanta incidencia en la historia de la arquitectura y en la topografí­a de las ciudades. Buenos Aires serí­a hoy una ciudad baja, como durante la Segunda Guerra, cuando dejaron de importarse ascensores y se multiplicaron construcciones hí­bridas -mezcla de art decó escuálido y racionalismo mustio- de dos o tres pisos por escalera. Esos edificios mestizos, con el tiempo, devaluados por los interminables pisos por escalera, se transformaron en la vivienda ideal para los jóvenes en el siglo XXI.

Desde los doce años, después de dejar mi torre/castillo y pasar de PH en PH -todos por escalera-, pasé por un periodo de varios años en los que casi dejé de viajar en ascensor. Cuando volví­ a hacerlo con frecuencia, noté que algo habí­a cambiado. En la desaparición de la puerta tijera y la estandarización de la puerta plegable se habí­a iniciado otra Era: un antes y un después que modificó el modo de viajar. Si en algún momento existió el hábito voyeur de espiar y observar a los pasajeros que esperaban en un pasillo, o la disciplina obsesiva de observar el dibujo de sombras tenebrosas que la luz exterior, a través del tejido romboidal de la puerta, imprimí­a en el interior del cubí­culo, desde que la puerta tijera fue reemplazada por ley, el viaje se transformó en una costumbre í­ntima -sellada- en compañí­a de espejos, extraños o vecinos indeseados.

Algunos edificios como el Botanic Center, en Palermo, fueron precursores en un tipo de cubí­culo vidriado con vista al exterior, un panóptico móvil embutido en la fachada. Hoy, en más de una torre de la zona, puede verse ese diseño que se popularizó en la década del noventa en varios shoppings, como el Paseo Alcorta, con ascensores panorámicos que, vistos desde afuera, parecen subir y bajar por un prolijo tubo digestivo. En el MALBA el ascensor de vidrio no permite vigilar el exterior pero sí­ todo el interior: cada galerí­a, cada piso, la terraza, y hasta un sector del bar. Sólo la librerí­a escapa a la omnisciencia de esa máquina. En edificios recientes, donde todo es superficie espejada, como el de Cancillerí­a, el ascensor es un acorazado de aluminio, con una voz ventrí­locua que prologa las paradas en cada piso y hasta nos comenta, como sucede en las clí­nicas privadas o en otros edificios públicos, si el ascensor sube o baja.

En otro extremo, están las reliquias arquitectónicas que, según el sentido común, deberí­an cobijar ascensores de época. La lista de estos tesoros ocultos, en apariencia, serí­a muy extensa. Pero después de algunas exploraciones, obtuve un denominador común: la mayorí­a de los ascensores sufrió reciclajes y acondicionamientos esperpénticos, una desperzonalización parecida a la que durante la década del noventa sufrieron muchos bares porteños. En el hotel Castelar uno se encuentra con prolijos ascensores de última generación. En el Hotel Alvear, la modernización e incorporación de puertas automáticas terminaron por decretar, hace años, la extinción de esa figura inmortalizada por Kafka en América: el ascensorista. Este hombre invisible y totémico, esfinge de la modernidad, alguna vez supo amenizar trayectos verticales en elegantes, amplios y siempre colmados ascensores, como los del Teatro Colón. Recuerdo que hasta no hace muchos años, el Teatro San Martí­n conservaba uno. Hoy, en cambio, cada vez que uno llega a la Sala Lugones, una voz neutra alerta «décimo piso», y en la planta baja nos despide con un «gracias por su visita». Sólo en algunos edificios, como el de la compañí­a de seguros de retiro La Estrella o en sindicatos monolí­ticos que ameritan una crónica aparte, ese hombre omnisciente sigue firme junto a la botonera, en una banqueta alta.

Mi exploración, sin embargo, aparejó algunas satisfacciones: hay ascensores reja que sobrevivieron a los implantes sonoros, a las puertas automáticas, y todaví­a ofrecen, en movimiento, una visión luminosa del exterior que dramatiza la liturgia del viajero vertical. En edificios como el de La prensa, sobre Avenida de Mayo, el tí­pico ascensor jaula está perfectamente conservado. En el Palacio Barolo es posible recorrer las entrañas de una construcción arquitectónicamente extravagante. Cualquiera de los nueve ascensores ovalados, esmaltados en un bordo opaco, además de ofrecer una visión despejada de corredores y galerí­as, presenta en el techo una abertura de hierro forjado, como si el arquitecto Mario Palanti hubiera concebido cada cubí­culo como una cúpula en miniatura. Este edificio, inspirado en la Divina comedia, diseñado en 1919 y calificado por Palanti de «rascacielo latino», conjuga el neogótico y el neorromántico con rasgos rioplatenses, y presenta curvas hipnóticas en cada tramo. Los ascensores son versiones a escala del edificio. Me animarí­a a decir que, con un poco más de luz, serí­an lugares perfectos para leer.

El Kavanagh, sobre la plaza San Martí­n, con su mezcla de expresionismo europeo y art decó, promete mucho. Antes de entrar resulta inevitable imaginar el hall, el interior de los departamentos, y sobre todo los ascensores. Después de transitar un hall curvo con paredes forradas en pergamino, pasar por una recepción que parece extraí­da de Metrópolis, está el retrato de Corina Kavanagh, ideóloga y mártir de este edificio destinado a rentas, convertido en propiedad horizontal tras el congelamiento de alquileres de Perón. Dispersos en las distintas alas de una planta en forma de Y, hay trece ascensores. Cada uno de los trece ascensores es un objeto único diseñado por la empresa Otis en 1935, poco antes de que se inaugurara el Kavanagh, y se mantienen originales. No tienen puertas tijera, sino una puerta de chapa y luego una de barrotes de bronce macizo. A bordo resulta inevitable sentirse en un calabozo de la década del treinta. Cada ala, A, B, C, D, E, F, tiene uno. Algunos ascensores, como los del A, B, C, llegan al piso 20. Otros, como los del D, nacen en el piso 21. Los del ala E y F terminan en el piso 12. Por su puesto, el laberinto no concluye ahí­: cada ala tiene un ascensor de servicio, al cual se suma un montacargas central que llega hasta los dos subsuelos, las calderas y el piso 28. Al piso 29, especie de buhardilla que originalmente era usada por un fotógrafo como laboratorio, se llega por escalera. Al 30, se accede por esa misma escalera. Ahí­ la terraza, mejor conocida como la «proa», por su complexión angular y las enormes planchas de cobre que recubren sus tres lados, ofrece quizás la mejor vista de Buenos Aires. Más que fascinar, la proa del Kavanagh sacia las plegarias de cualquier cronista. Como si al acceder a esta cima atemporal hubiera llegado a las puertas de la ley, me pregunto: «Â¿cómo se explica que en tantos años sólo yo haya podido entrar acá?»