Es interesante el fenómeno de las protestas públicas en Brasil, país que tiene un sostenido crecimiento económico, donde hay eficientes programas de combate a la pobreza y la democracia representativa ha permitido la elección libre de sus autoridades. Existen, por supuesto, problemas aún de seguridad ciudadana y remanentes importantes de pobreza que demandan incrementar la inversión social para ofrecerle oportunidades a quienes tienen un importante rezago por su propia cuna.
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Como ha ocurrido en otros países del mundo, el detonante de la inconformidad ciudadana está en la corrupción compartida entre los políticos y particulares que hacen negocios con el Estado, fenómeno que se encuentra presente si no en todas, por lo menos sí en la mayoría de contrataciones que hace el sector público. En Brasil, sin embargo, hay un valioso antecedente porque los tribunales ya condenaron a prisión en un célebre proceso a miembros de la clase política y a sus socios empresarios y banqueros. Pero ni siquiera con el precedente de una condena que puso de manifiesto los niveles de podredumbre que hay, hubo escarmiento y por ello la gente se termina hartando y sale a la calle en una réplica de lo que ha sido el movimiento de los inconformes en otros lugares del mundo.
La presidenta de Brasil tuvo una reacción audaz al aceptar la validez de muchas de las protestas de la calle y proponer políticas para encontrar soluciones. Eso bajó la dimensión del grupo de inconformes, pero no sirvió para aplacar totalmente el movimiento que está llamado a convertirse en contralor del gasto público con la presión y amenaza de que nuevos trinquetes harán que esos millones de ciudadanos que tomaron la calle vuelvan a protestar.
Es un hecho que a finales del siglo pasado hubo un notable cambio de paradigmas y la gente dejó de darle valor a la honorabilidad y el prestigio de un buen nombre ganado a costa de decencia, para privilegiar la fortuna como símbolo esencial del éxito. No importa el cómo y ahora, más que nunca, el pragmatismo hace que el fin justifique los medios y con tal de hacer dinero, todo se vale y, más aún, todo se respeta y valora.
Esta mañana, hablando con un amigo sobre diversos tópicos, salió al tema la extradición de Portillo y su fama de ser el gobernante más corrupto de la historia del país. No comparto su apreciación, le dije, porque han sido más corruptos los que piñatizaron los bienes nacionales embolsándose jugosas comisiones y creo que la tendencia es al alza sin esperanza de que se pueda poner fin al saqueo de la Nación. Su reacción fue la que tenemos muchos guatemaltecos: puede ser cierto, me afirmó, pero los otros lo supieron hacer y en cambio Portillo no porque fue un descarado ladrón.
En otras palabras, si alguien lo sabe hacer es, para decirlo en buen chapín, cabrón. Ese, el de cuello blanco que “no roba sino hace negocios”, tiene garantizada la paz y la tranquilidad porque la justicia no irá tras ellos. De todos modos, hay que saber que para hacer negocios “bien hechos” tienen a su disposición abogados que se han especializado en borrar toda huella y que saben perfectamente cómo se tienen que hacer los contratos para que nadie proteste. Son los abogados que aconsejaron el uso de los fideicomisos, los que hablan de arrendamientos para encubrir comisiones y los que ponen de acuerdo a todos los proveedores para que en contrato abierto se repartan el botín.
En Guatemala la gente se preocupa por la inflación y, si acaso, por la inseguridad. La corrupción no forma parte del problema según el imaginario popular y por ello, aquí, siempre vivimos conformes.