Berlí­n, el muro y una memoria personal


José Barrera G.

Llegué a Berlí­n una noche de 1985 con pocos centavos en la bolsa y alguna ilusión en el alma. Yo tení­a 25 años de edad. Era época de Navidad y ya pronto cumplirí­a cinco años de exilio. Ninguna ciudad me ha parecido tan triste como Berlí­n Occidental. De todas las ciudades donde he vivido Berlí­n me pareció la más gris y la más triste siempre. Yo estuve desterrado en México o Wurzburgo, en Mánchester o Londres, pero ninguna me pareció tan ajena, oscura y apesadumbrada como la Ciudad del Muro. Berlí­n no tiene el dulce chisporroteo de las calles de Parí­s, la suave melancolí­a de Londres, la gracia madrileña o el encanto caótico y vital de México. Berlí­n, el Berlí­n que conocí­, era opaco, vanidoso y enorme, y su rostro estaba marcado por una brutal cicatriz que lo recorrí­a de punta a punta. Berlí­n tení­a un rostro pendenciero, castigado, lleno de heridas y costras. Su peor cicatriz era el muro, un muro como un rí­o petrificado y absurdo que surcara sus calles pretendiendo aislarla del mundo y la historia. Berlí­n era una isla en el centro de todo, un espejismo de agua en un desierto de acero. El rostro de esta metrópoli llevaba un navajazo que, en cierto modo, se habí­a dado a sí­ misma.


Cuando llegué no conocí­a a nadie en esa urbe, debí­a empezar de cero. No sé qué era peor, si el frió o la soledad en aquella ciudad extraña, boscosa, hiperbórea. Urbe petulante a la manera alemana. Capital del Tercer Reich donde algunas ruinas de la catástrofe aún eran visibles aquí­ o allá.

Aquella ciudad sin mar era una verdadera isla en medio del bloque soviético o campo socialista. Berlí­n con sus bares y sus calles, sus estaciones del metro, sus puentes de acero, su rí­o Spree, sus edificios de paredes ametralladas durante la II Guerra Mundial, sus suntuosos palacios, monumentos y grandes avenidas, era un laberinto, un lugar donde chocaban las ideologí­as. Capital alemana que vio surgir tantas cosas a través de los siglos, desde la Teorí­a Cuántica hasta el dadaí­smo, desde el Expresionismo pictórico hasta la obra de Goethe.

A veces, en algún bar, a las puertas de un restaurante, uno se encontraba con personajes exóticos, con mujeres bien vestidas, feas y arrogantes como recién salidas de un cuadro de Otto Dix. También a cada rato se cruzaba uno por las aceras con muchachas bellas e inaccesibles como diosas nórdicas. Era, sin duda, un Berlí­n con pretensiones cosmopolitas, capital del espionaje internacional, con un par de populosos barrios turcos y una pequeñí­sima colonia latinoamericana; urbe de lujos y excesos, de mujeres pálidas con sombrero y bufanda, de gente rubia, frí­a, indiferente, como hecha de otra pasta y por otra historia. Metrópoli limpia y desinfectada. Casi todos ahí­ estaban tocados por la prepotencia del dinero. Los jóvenes berlineses, por aquellos dí­as, afirmaban frecuentemente, entre orgullosos y apenados, que en su ciudad nadie era fiel en el amor. Era ésta una ciudad de triángulos amorosos y fiestas llenas de humo de hachí­s. Si alguien buscaba algarabí­as y diversión las encontraba casi siempre en lugares como Kreuzberg, el barrio pobre de los turcos, o bien Moabit otro barrio populoso y gris. Yo recorrí­a Berlí­n de cabo a rabo. No era una ciudad que me gustara de manera especial, pero no tení­a opción, el exilio no da muchas alternativas para escoger. Detestaba de Berlí­n su pasado segregacionista y violento. Yo era un provinciano que estaba dejando de serlo y semejante metamorfosis era dolorosa y difí­cil. Era joven y la vida estaba aún por delante. Vivir era tarea urgente.

Sí­, llegué en invierno a Berlí­n, llegué con una maleta y mi deficiente alemán de entonces. Las calles pronto se pusieron blancas como cubiertas de una espuma limpí­sima. Las avenidas, de dí­a o de noche, eran recorridas por un viento gélido que lo hací­a a uno hundirse en el propio abrigo o chumpa. Encender un cigarrillo era calentarse el aliento y las cuencas de las manos, aunque yo trataba de no fumar en la calle por aquello de las bronquitis. Sin seguro médico, siendo desempleado, un simple catarro puede hundir económicamente al inmigrante.

Los primeros dí­as fue la nostalgia, la tristeza, ya lo dije. Jamás he vuelto a sentir una tristeza semejante. No podí­a volver a Guatemala y no querí­a vivir en Alemania, pero solo ahí­ podí­a estar por cuestiones de papeles y reglamentos que aprisionan siempre al desterrado. Fue una época difí­cil.

Empecé a hacer amigos sobre todo en la colonia latinoamericana. Al principio, como en cualquier ciudad a la que uno llega sin conocer, viví­a perdido y perdiéndome. Las calles se me hací­an un laberinto del que no lograba salir. No conocí­a y, para orientarme, a cada rato debí­a preguntar a los transeúntes, entonces, me fui dando cuenta de la poca amabilidad de los alemanes. Yo ya la habí­a experimentado en Wurzburgo, en la Baviera germana. El alemán no es un pueblo cálido, hospitalario, y me atreverí­a a decir que, sobre todo en los años ochenta, era un pueblo todaví­a hostil, voluntariamente frí­o con el extranjero, especializado en demostrar que le importas un rábano y no vales ni siquiera una mirada. ¿Puede alguien imaginar lo que es vivir en una ciudad donde nadie te mira? Eso equivale a una tortura con el paso del tiempo. Los extranjeros, al hablar entre nosotros, nos viví­amos quejando de tal cosa. Mascullábamos nuestro enojo cuando podí­amos. De lo que más nos quejábamos todos, ya sea turcos o árabes, portugueses o uruguayos, era de ese eterno no mirarte del alemán, ese jamás poner los ojos en ti, ya fuera en el metro o en la calle, en el supermercado o en el autobús. Si nos presentábamos ante un alemán en una oficina, el hombre o la mujer hablaban con uno, pero sin mirar a la cara. Era una forma sutil y brutal a un tiempo de decir: «Vete, no eres bienvenido, eres tan diferente a mí­ que ni siquiera deseo verte». Aquella era, sin duda, una Alemania formalmente democrática pero también, y a lo mejor en esencia, una Alemania posfascista. Habí­a una fluctuación entre el pasado y el presente. Los extranjeros, hay que repetirlo, en su gran mayorí­a se quejaban de la indiferencia y hostilidad, hostilidad por lo general bien hecha, calculada, perfeccionada en ese esquivarte con la mirada. Algo que el pueblo alemán seguro aprendió después de la guerra como última resistencia ante la victoria aliada, ante lo que le debe haber parecido una conquista llevada a cabo por razas inferiores o, al menos, impuras. La última manera de atacar es ignorar, despreciar, ni siquiera ver.

En esos dí­as, menos mal, entré en relación con una arquitecta y pintora argentina de origen judí­o. Se llamaba Irene R. Sternberg, hija de una judí­a alemana (que escapó a Sudamérica poco antes de la guerra), pariente de Joseph von Sternberg el conocido director de El ángel azul, pelí­cula donde actúa Marlene Dietrich. Irene llegó a Berlí­n para estudiar e intentar abrirse paso en la ciudad de su madre y abuelos, en la Alemania de posguerra, pues eso era el lugar donde viví­amos, una Alemania de posguerra y, por supuesto, un Berlí­n de posguerra. Alquilamos un apartamento, una especie de buhardilla en la Bernburgerstrasse. Esa era una calle a doscientos metros del Martin Gropius Bau, a unos 350 metros del muro, cerca del Check Point Charlie, del museo Bauhaus y de la National Galerie; a medio kilómetro de la Puerta de Brandenburgo y, sin exagerar, casi sobre el búnker subterráneo de Hitler. Era el barrio de Kreuzberg, el más pobre de Berlí­n y, al mismo tiempo, muy cosmopolita, muy intelectual. Muchos escritores o artistas alemanes, ante la discriminación de que era objeto aquel barrio, para evitar que se formara un ghetto de turcos y forasteros, se mudaron a las calles de Kreuzberg. No era raro, entonces, ver poetas o escultores, periodistas o actores en las esquinas y cafés de Kreuzberg…Y ese era mi barrio a orillas del muro. Yo veí­a el muro cada mañana, lo saludaba. Era parte «normal» del paisaje. Me producí­a sentimientos contradictorios. No sé cuántas meditaciones, penas o alegrí­as tuve mientras caminaba a lo largo de aquella larga y alta pared. Yo, por momentos, veí­a el muro como un merecido castigo al pueblo alemán por haber hecho lo que hizo. Pronto me di cuenta de que eso era una estupidez, parte del resentimiento que los alemanes lograban insuflar en el extranjero a fuerza de indiferencia, groserí­a y marginación. El alemán promedio es descortés -no lo estoy imaginando-, ellos son así­, es su idiosincrasia, y en ese aspecto no creo que cambien con facilidad. Hablo de la Alemania de los años ochenta. Tengo, no obstante, la impresión de que en la actualidad empiezan a dejar atrás este problema.

Ahora, veinte años después de la caí­da del muro, la historia empieza a volverse oficial. Los polí­ticos comienzan a congelar el pasado, a ponerle a todo una costra ideológica, un poco de falsedad aquí­ o allá, a olvidar aspectos importantes. Los polí­ticos, de Helmut Kohl a Gorvachov, de Bush a Egon Krenz se presentan como los grandes artí­fices de aquella gesta que logro derrumbar el muro cuando, a pesar de que estuvieron en posiciones de poder, quien realmente lo hizo fue un personaje más general y anónimo: la masa, el pueblo acosado y desesperado por la brutalidad comunista. Los polí­ticos (a veces lo confiesan) estaban más bien perplejos y peligrosamente confusos ante la sorpresiva marejada. Recuerdo haber visto en la televisión de esos dí­as las gestas cí­vicas de cientos de miles de alemanes en Berlí­n Oriental u otras ciudades protestando con valentí­a en calles y plazas, pidiendo libertad de movimiento, de organización, de expresión. El pueblo se llenó de lí­deres a veces improvisados al calor de las protestas callejeras. La gente, luego de décadas de criminal represión, perdió el miedo a la Stasi, la temible policí­a secreta de la Alemania comunista. La población, desesperada por la carencia de todo, desde libertad hasta pasta de dientes, «votó con los pies», empezó a abandonar en masa el paí­s, a irse a Occidente a través de Checoslovaquia o Hungrí­a, a escapar como fuera de aquel infierno «socialista» erigido sobre mentiras y opresión. Fue una revolución pacifica que ya habí­a empezado en los astilleros de Polonia porque, como ironí­a del destino, el comunismo europeo murió por voluntad de los trabajadores mismos. Fueron en su mayorí­a obreros quienes salieron a las calles a protestar, quienes hicieron huelgas o manifestaciones. Todos se propusieron evitar la violencia a cualquier costa, tanto polí­ticos como dirigentes populares y, menos mal, lo lograron. Nadie, en esos dí­as tensos, podí­a prever lo que sucederí­a pues, a pesar de la voluntad de paz de los rebeldes, todas las posibilidades estaban abiertas, desde guerra civil hasta un recrudecimiento de la represión. Fueron dí­as de confusión en los cuales los polí­ticos de cualquier color sólo se dejaron llevar por el rí­o caudaloso de la historia. Fueron más que autores observadores, más que protagonistas personajes poseí­dos por una fuerza que surgió del fondo de la historia de manera misteriosa. El muro se derrumbó. La libertad se impuso con todo su oscuro y caótico esplendor.

Pero nosotros, los extranjeros de Berlí­n, tení­amos miedo. La gran mayorí­a habí­amos experimentado la xenofobia alemana en todos los ambientes, en el restaurante o la oficina, en el tren o el cine, en el trabajo o la escuela. A mí­ mismo neonazis alemanes me atacaron sin motivo en las calles varias veces, ataques casi siempre por la espalda. Yo era joven y alguna vez, permí­taseme decirlo, le di una paliza a uno de ellos.

Berlí­n por entonces era un remolino y habí­a la impresión de que todo podí­a suceder. Si personajes como Mitterrand o Margaret Thatcher, mientras fingí­an apoyar la reunificación alemana, trabajaban por lo bajo para evitarla, Europa y el mundo se preparaban para presenciar un renacer germano. Entretanto, nosotros, los extranjeros de Berlí­n de aquel entonces, cada vez que podí­amos, confesábamos sin ambages nuestro temor de la prepotencia de una Alemania reunificada. A veces la televisión o la prensa entrevistaban a extranjeros pidiendo opinión sobre lo que estaba pasando, sobre la caí­da del muro y la Wiedervereinigung (reunificación) alemana y, entonces, era común oí­r extranjeros de cualquier nación o etnia protestar, exteriorizar su miedo hacia una Alemania fuerte. Después de la caí­da del muro la televisión Alemana me hizo una entrevista en calidad de escritor guatemalteco en el exilio. Dije, en ese aspecto, lo que debí­a decir: que Alemania era muy agresiva y racista todaví­a, que a pesar de todo una reunificación que reforzara la democracia estarí­a bien, pero si iba a servir para apuntalar la arrogancia, la conocida belicosidad germana, pues eso serí­a volver al pasado. Lo que dije no fue muy diferente de lo que otros habí­an dicho. En parte, lamentablemente, el tiempo me dio alguna razón. Ya en 1990, luego de la reunificación empezó, sobre todo en la desaparecida Alemania comunista, una ola de agresiones mortales contra extranjeros. Se dio el caso de que neonazis llegaban de madrugada a viviendas de familias turcas o vietnamitas y, luego de rociarlas con gasolina, las incendiaban matando a todos los ocupantes. Familias enteras perecieron carbonizadas entre las llamas. Que yo sepa nadie se acuerda de esas ví­ctimas, no hay dí­a para conmemorarlas. Pero por esas fechas, justo es decirlo, varios embajadores extranjeros protestaron. El mismo embajador norteamericano protestó airadamente en la televisión. Sentí­ admiración de la firmeza norteamericana ante la embestida nazi. Y es que Estados Unidos -lo reconocen incluso los propios europeos-, luego de vencer en la Segunda Guerra Mundial, es la gran potencia democratizadora de Europa y, en la historia reciente, le ha tocado lidiar, luchar a muerte contra los dos extremismos alemanes: el nazismo y el comunismo. Ambas son ideologí­as de profundas raí­ces germanas, caracterizadas por una feroz enemistad hacia Estados Unidos.

En todo caso, la ola de violencia xenófoba luego de la reunificación, como otra de las ironí­as que produce la historia, estaba protagonizada por grupos nacionalsocialistas surgidos sobre todo en la Alemania ex comunista. Era evidente que el «socialismo cientí­fico» habí­a logrado revitalizar al fascismo alemán. La mayor parte de grupos neonazis de los noventa, que aterrorizaban Berlí­n y otras ciudades, provení­a de la ya extinta República Democrática Alemana. Era increí­ble y cierto. La razón de fondo, se ha dicho y repetido, es que el comunismo es una forma de fascismo. Es fascismo de izquierda. Y quizás en pocas cosas se hizo tan evidente su irresponsabilidad como en la destrucción ecológica de los territorios que gobernó. Esto se evidenció después de la reunificación. Ahora en Berlí­n, luego de tanta tragedia, la democracia ha logrado asentarse. La prosperidad alemana es innegable.

Ahora bien, el filósofo y compositor alemán Theodor Adorno dijo hace décadas: «Nach Auschwitz ein Gedicht zu schreiben ist barbarisch» (después de Auschwitz escribir poesí­a es barbarie). Ese pensamiento, en esencia, antes de leerlo lo habí­a tenido yo, pues más que un pensamiento es un estado de animo. Pero ese pensamiento es válido para Alemania ya que Alemania es el lugar del crimen. Es un paí­s que rompió la barrera de la maldad y está más allá de la lógica normal de otros paí­ses. Esto se capta al vivir allí­. Alemania es bella, insufrible e ingrata como una mujer desquiciada. Su riqueza es lo de menos.

Pero yo, por aquellos dí­as de mi juventud, recorrí­a Berlí­n, me lo aprendí­a de memoria. Bebí­a su cerveza -a veces demasiado- o asistí­a a sus conciertos y exposiciones. Visitaba sus bibliotecas y museos y, por consejo de Enrique Gómez Carrillo, besaba mucho a sus mujeres. En algún momento entré en contacto con intelectuales y escritores de diferentes paí­ses. Publiqué en esa ciudad mis primeros poemas en un libro. Ahí­ conocí­ a José Donoso, compartí­ con Stephen Schlesinger, platiqué con Augusto Monterroso, intercambié bromas con Roberto Armijo, hice amigos y enemigos. Gané certámenes literarios y di lecturas incluso en salas importantes como la Literaturhaus. De acuerdo a mis fuerzas subí­ al cielo o bajé al infierno. Pasé frí­o y soledad, pobrezas y alegrí­as. Fui madurando lejos. El muro se derrumbó, como en pasaje bí­blico, por las trompetas y gritos de un pueblo enfurecido e indignado. La historia es inexorable y la imbecilidad o la maldad van cediendo terreno y se alejan derrotadas.

Una tarde de invierno de 1989, semanas después de la caí­da del muro, pasé a Berlí­n Oriental por primera vez. Recorrí­ la Unter den Linden, encendí­ un cigarro, recordé a Otto René Castillo y sus versos que hablan sobre esa avenida. Pensé en Brecht, en todos esos poetas que han cantado a la revolución marxista. Comprendí­ que fueron idealistas o ingenuos. Ellos no vieron la caí­da del muro, pero si la hubieran visto es probable que hubieran cambiado.

Abandoné Berlí­n en 1995, volví­ hace tan sólo unos meses en breve visita. Hoy Berlí­n se abre hacia el futuro y ha cambiado mucho. Ya el muro es sólo amargo recuerdo. No reconocí­ las calles de antaño. Muchos amigos y conocidos volvieron a sus paí­ses de origen. Recuerdo al pintor venezolano Alberto Ferraz, lúcido, irónico, un pintor maldito a su modo. Recuerdo al escritor Martin Pohl, amigo de Bertolt Brecht. ¿Qué habrá sido de ellos? El artista no tiene más que transcurrir, vivir, decir su verdad. Deshacerse con el tiempo. Hubo un Berlí­n que yo conocí­. Era una isla en medio del dolor. Desapareció. Uno se queda en los lugares donde ha vivido. Uno nunca se va. El tiempo es siempre implacable?