Barrancas del Cobre: Hermosas… y seguras


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No voy a mentir: tení­a ciertos reparos en viajar sola a las Barrancas del Cobre, una serie de impresionantes desfiladeros más grandes que el Cañón del Colorado, pero que están en una región del noroeste de México que ha sido azotada por la violencia del narcotráfico.

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Por LISA J. ADAMS CHIHUAHUA / Agencia AP

Al mismo tiempo, sabí­a —por trabajar en el mundo de las noticias— que los turistas son rara vez, o nunca, el objetivo de este tipo de violencia. Asimismo, estaba consciente de la tendencia a pintar una región entera con una brocha lóbrega cuando en realidad apenas unas pequeñas zonas son las afectadas.

Estoy contenta por haber ignorado mis dudas. El viaje a las Barrancas del Cobre fue una gran aventura y puedo decir, con confianza, que viajar aquí­ es seguro —especialmente si nos apegamos a la ruta del «Chepe», el tren operado por el gobierno.

El tren celebra su 50 aniversario trasladando turistas y viajeros a lo largo de los 650 kilómetros (400 millas) entre Los Mochis, Sinaloa, estado en la costa del Pací­fico, y Chihuahua, capital del estado del mismo nombre. Los cañones, de hecho, están ubicados dentro de las fronteras del estado de Chihuahua.

Hubo momentos durante el viaje en tren que propiciaron la reflexión. Por ejemplo, cuando un nativo del viejo pueblo minero de Batopilas comentó: «Aquí­, no vemos nada, no oí­mos nada y no decimos nada, si queremos despertar con vida cada mañana».

En ese mismo pueblo, donde la lucha militar contra los cárteles de narcotráfico mantiene un perfil alto, tomé fotografí­as de atractivas fachadas de los edificios de estilo colonial antes de darme cuenta de que al menos dos de ellos tení­an más de una decena de agujeros profundos que sólo podrí­an haber sido hechos por balas disparadas por un arma de alto calibre, el tipo de armas que prefieren los narcotraficantes mexicanos.

Sin embargo, durante mi breve estancia, Batopilas fue tan pací­fico que parecí­a vivir en coma.

Mientras vagaba por las calles estrechas, los hombres saludaban con sus sombreros vaqueros, parejas jóvenes y niños posaban amablemente para ser fotografiados, mientras que los guí­as de museos y propietarios de hoteles estaban igualmente dispuestos a enseñarme la rica historia cultural minera e indí­gena del pueblo.

Francamente, la parte más temible de mi viaje fue llegar aquí­ en una pequeña camioneta que durante buena parte del trayecto de cuatro horas y media zigzagueaba, rebotaba y frenaba mientras descendí­a desde 2 mil 400 metros (7 mil 900 pies) de altura a 560 metros (mil 840 pies) en caminos de terracerí­a, sinuosos y sin barandilla protectora.

Luego vino un tipo diferente de miedo, uno que yo escogí­: Me lancé en una tirolesa a una altura de casi 450 metros (mil 500 pies) sobre la barranca y bailé tap a lo largo de dos puentes colgantes que se tambaleaban, aunque llevaba un casco y estaba firmemente sujetada a un cable de acero que prevení­a que me cayera al vací­o que habí­a debajo.

Asimismo, el escenario era emocionante: Los acantilados de mil 800 metros (5 mil 900 pies) de profundidad de la barranca de Batopilas brillaban en rojo por el sol, los bordes de los afilados picos de las montañas se repetí­an en un eco visual azulado en lontananza, y un rí­o marrón que desde arriba parecí­a tener el ancho de un hilo trenzado se abrí­a camino al fondo del cañón.

Durante mi estancia de una noche en las Barrancas del Cobre, una Luna llena de un blanco total subió sobre los acantilados oscureciendo sus siluetas, mientras un sol agonizante infundí­a las tiras horizontales de nubes con brillos rosas y naranjas.

El hotel Posada Barrancas Mirador está construido, literalmente, sobre la orilla del cañón. Antes estaba atestado de turistas, pero yo fui una de los apenas 17 huéspedes una noche de principios de noviembre. Eso significó que la «hora feliz con vista» del Mirador no parecí­a tanto una distracción turí­stica para generar ingresos sino más bien una pequeña y placentera reunión de amigos.

Mientras estuve sentada en un cómodo sillón de piel saboreando un sotol —aguardiente hecho con un grano local— frente a una chimenea, pude imaginar que este era mi alojamiento privado al que habí­a invitado a algunas personas para un evento discreto.

«Usualmente, en esta época del año, recibimos a unas 120 personas aquí­», dijo David Varela, gerente de servicio a clientes del hotel, refiriéndose a grandes grupos de turistas estadounidenses que siempre han sido los mayores clientes de la región. En los buenos tiempos, resaltó Varela, todo el año era temporada alta, con la excepción de agosto y septiembre.

Sin embargo, la crisis económica mundial, el miedo que dejó la gripe porcina de 2009 y una constante y creciente atención a la violencia en México a causa del narcotráfico han devastado el turismo en todas las Barrancas del Cobre.

Ahora los estadounidenses se mantienen alejados, mientras que los mexicanos, que nunca han tenido mucho interés en conocer la región, empiezan a responder a una campaña nacional que exhorta a los ciudadanos a explorar su propio paí­s, dijo Varela. Sin embargo, dice, esto no se acerca siquiera a cubrir las pérdidas generales.

A quienes se mantienen lejos debido al temor, yo podrí­a decirles simplemente, que no lo hagan.

Antes que nada, el Chepe (el tren que recibe ese mote para resumir el nombre de su ruta: entre Chihuahua y el Pací­fico) está vigilado por policí­as estatales fuertemente armados que están ahí­ para evitar cualquier posible robo o asalto. Uno los ve y puede estar seguro de que está protegido. Uno de ellos, Hugo Sergio Guerrero Lazo, me dijo que no ha visto ningún problema en los dos años y medio que lleva en el trabajo.

En segundo lugar, si decide tomar uno de los cientos de caminos para hacer caminatas o acampar en el cañón lejos de las ví­as del tren, contrate un guí­a que conozca el área. Hay muchos de ellos y siempre están buscando trabajo.

En la hermosa ciudad colonial de El Fuerte, en el estado de Sinaloa, un guí­a me llevó rí­o abajo en un bote de madera en el que él remaba mientras que recitaba los nombres de miles de especies aladas —garcetas, garzas azules, halcones, cardenales, águilas pescadoras y grullas, entre otras— que, literalmente, acuden a este santuario de aves conocido internacionalmente.

Ató el bote a un árbol que colgaba a la orilla del rí­o y me hizo caminar a través de arbustos y zarzas hasta que llegamos a rocas en la cima de las colinas marcadas por petroglifos, dibujos simbólicos de dioses del Sol, serpientes emplumadas, coyotes mí­sticos y los chamanes creen que habí­an sido grabadas por indí­genas nahuas hace cientos de años.

Para mi viaje en tirolesa, yo y otras seis personas fuimos transportados por parte del hotel Mirador a un parque estatal, donde nos encontramos con guí­as.

En el pueblo de Creel, la compañí­a de viajes The 3 Amigos me contactaron con un guí­a descendiente de los indí­genas tarahumaras que viví­an en grandes grupos a lo largo de las Barrancas del Cobre. Me llevó a ver piedras gigantes esculpidas veleidosamente por la naturaleza en el bien llamado Valle de los Hongos y de los Sapos, y el Valle de los Monjes.

Si se siente osado, The 3 Amigos y otros sitios ofrecen renta de bicicletas, motonetas o transportes abiertos de cuatro ruedas y ofrecen mapas para viajar por la zona.

Conocí­ a un hombre estadounidense y otro australiano, cada uno viajando por su cuenta, que se habí­an conocido un dí­a antes y decidieron montar en bicicletas de montaña por la polvorienta bajada al cañón de Batopilas. Llegaron horas después de lo esperado porque sufrieron la pinchadura de neumáticos, pero coincidieron en que la experiencia fue asombrosa.

Como mujer viajando sola, sin embargo, me di cuenta que la mejor manera de explorar las Barrancas del Cobre era subir y bajar del Chepe y hospedarme en hoteles construidos especí­ficamente sobre la ruta para los viajeros ferroviarios.

Casi cada dí­a del recorrido, conocí­ gente de todo el mundo que coincidí­a conmigo: Este viaje vale la pena.